Enseñanzas

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Habían caminado durante varios días, hasta que finalmente llegaron a los suburbios: un montón de casas parecidas construidas en un barrio a las afueras de la gran ciudad. El ex presidente Fournier había fundado dicho barrio treinta años atrás, y había hecho que todo aquel que viviera allí siguiera unas pautas estéticas, obligando a que cada casa tuviera tejado, así como un jardín delantero y patio trasero. Esto dotaba al barrio Trébol de una estética más parecida a los suburbios estadounidenses.

—Este lugar parece un barrio promedio de The Walking Dead... —comentó Jabalí mientras miraba los jardines, con pastos tan frondosos que le llegarían hasta la cintura.

Panqueque no respondió, sin entender de lo que estaba hablando.

—Espero que no estén llenas de vampiros —dijo al fin—. Hay casas muy grandes. —Se acomodó la ballesta en la espalda, para andar un poco más cómoda.

—Tienes razón.

Caminaron otro rato. Jabalí buscaba una casa que les inspirara confianza para comenzar a buscar algún recurso. La mayoría estaba ya abrigada por una capa de moho y hierbajos, pero ninguna parecía tener las ventanas lo suficientemente rotas. En esos cinco años, habían aprendido que los vampiros preferían dormir en lugares donde no entrase mucha luz.

Era un día particularmente nublado. Las nubes cubrían el cielo con su manto plomizo y las casas parecían teñirse con una película gris. A Jabalí le hubiera gustado decir que así se imaginaba el mundo cuando leía Apocalipsis, de Stephen King, pero Panqueque tampoco lo habría entendido.

Volteó la mirada, percatándose de que Panqueque ya no caminaba a su lado.

Tomó a Clover y volteó hacia todos lados, buscándola.

La niña estaba a cien metros, acuclillada contra el pasto. Frente a ella, Jabalí pudo ver que tres mariposas agitaban las alas sobre unas flores. Se acercó a paso calmo, percatándose de que Panqueque las miraba con los ojos muy abiertos, casi desprendiendo un brillo cristalino.

—Son muy lindas —dijo la niña, susurrando para no espantarlas—. He visto muy pocas.

Jabalí se acuclilló a su lado. Estiró el dedo, y una mariposa se posó en él.

—Se llaman mariposas —le contó—. Van de flor en flor recolectando un polvito que se llama polen, y ayudan a que más plantas crezcan grandes y fuertes y nos den frutas. El polen es como su comida.

—Oh... —musitó la niña, abriendo grandes los ojos.

Panqueque estiró también su dedo. Cuando una mariposa se posó sobre ella, apretó los labios, asustada. Sin mover la cabeza, volteó los ojos a Jabalí, pidiéndole ayuda en silencio.

—No te hará nada —dijo él con una risilla—. Las mariposas no te hacen daño. Son buenas. ¿Sabes? En la vieja cultura giliana se solía decir que las mariposas eran protectoras, que eran las almas de los familiares que te acompañan y te cuidan.

—¿Qué es un alma?

—Es... algo que está dentro de ti, que te hace ser quien eres. No se puede ver, pero es parte de quién eres en realidad.

La niña apretó los labios.

—No lo entiendo.

—Es... difícil de explicar. Bien, ¿empezamos a buscar? Es mediodía, pero si llueve, saldrán.

Panqueque asintió, poniéndose en pie. Se acomodó la correa de la mochila; una escolar, de una sola correa, que se colgaba al hombro como un bolso. Allí, no llevaba gran cosa, al contrario de Jabalí y su mochila de escalador. Ella llevaba su cantimplora; una linterna; pilas; vendas; cargadores para su Beretta, que llevaba en un morral en el cinturón y balas. Aún así, significaba un peso molesto para la niña. La correa se sostenía de su hombro derecho, mientras que Sídney siempre colgaba en diagonal a su espalda, sobresaliendo sobre el izquierdo. Panqueque aprovechaba la correa de su mochila para amarrar allí su carcaj, justo en el omóplato dominante.

La Red EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora