Dile adiós a tu día perfecto

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Jabalí miraba la lejana ciudad que se alzaba en la distancia, muda y abrigada por la más absoluta de las penumbras. La luz de la luna se filtraba por las desgarradas nubes, dibujando blanquecinas columnas que descendían hasta golpear los asfaltos abandonados, agrietados y adornados por las plantas que allí crecían.

Los aullidos de las bestias tardaban en llegar, pero llegaban, penetrando con sus cacofónicos lamentos cualquier susurro que el viento pudiera propiciar.

Jabalí disfrutaba aquella vista; la ciudad teñida de un filtro azul le propiciaba una calma que, si tuviera que definirla, la llamaría refrescante. La ciudad, lejana, daba cierta seguridad.

Se habían refugiado en una iglesia ubicada en un pueblito a unos cinco kilómetros de la ciudad. Decidieron dormir en la alta torre, donde a través de sus ventanas podían ver si se acercaba algún peligro, así fuera humano o infrahumano.

Panqueque se retorcía en el suelo, abrigada por unas sábanas que Jabalí había golpeado durante diez minutos para quitar el polvo. Al principio, pensó que se trataba de pulgas lo que molestaba a la niña, pero cuando ésta comenzó a mascullar comprendió lo que estaba pasando: tenía pesadillas. Había pasado poco más de una semana desde aquel encuentro con los saqueadores, y Panqueque seguía soñando con ellos. A veces, Jabalí tenía que taparle la boca ni bien la veía abrir los ojos, para ahogar el grito. Otras, ella comenzaba a sollozar hasta despertarse por su cuenta.

Él se sentía terrible, pensando en lo asustada que debió sentirse en aquel momento. Panqueque era estoica en muchos aspectos, pero seguía siendo una niña, y por más que no lo demostrase, en esa situación debió sentirse aterrada, sola y desesperada. Y cuando todo hubo terminado, cuando la adrenalina bajó, todos esos sentimientos la golpearon de lleno con una fuerza devastadora.

—Lo siento —susurró, viéndola dormir—. Debí hablarte antes sobre los saqueadores. No debí dejarte sola.

Le acarició el cabello, y ella pareció tranquilizarse al tacto.

La mañana siguiente salieron, retomando su camino sin rumbo. Era un día húmedo y pesado; Panqueque no paraba de agitar su camiseta para refrescarse del calor.

—Tengo hambre —dijo.

Jabalí revisó su mochila, tomó una mandarina y se la entregó. Habían encontrado un árbol hace dos días, y esa era la última fruta. Ella la recibió con gusto y comió con tranquilidad, sin detener la marcha.

Trató de que no le rugiera el estómago; llevaba casi veinticuatro horas en ayuna, pero no quería que Panqueque lo notara.

—Quiero comer conejo —comentó la niña, mirando al frente—. Me gusta el conejo con cebolla, cocinado con ese aceite que huele rico.

—¿El aceite de oliva? —preguntó Jabalí con una sonrisa.

—Ese —asintió, llevándose otro gajo a la boca.

—Sabes, me recuerda a una novela de zombis que leí hace años.

Panqueque lo miró, arqueando una ceja.

—Es... no importa. Es difícil de explicar. Dime, ¿dormiste bien? Se te ve algo cansada.

—Pesadilla. —Fue toda su explicación.

—Claro, entiendo. Si quieres parar, dímelo.

Ella disintió, comiendo el último gajo. Luego, tiró la cáscara hacia un lado. Panqueque sonrió, pensando en si la hubieran regañado por eso en el viejo mundo.

La Red EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora