La pesadilla

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Esa noche, Panqueque tuvo una pesadilla.

Era distinta a las demás. Esa noche no soñó con caminar descalza por un suelo lleno de bichos, con la caída de sus dientes ni con estar en la calle durante la noche, sino que soñó con un color.

Se quedaba a mitad de camino entre el rojo y el rosa. Era el escarlata.

Al principio, solo vio eso, como si hubiera cerrado los párpados mientras apuntaba al sol. Y luego, cuando la vista se le aclaró, comenzó la verdadera pesadilla.

Estaba dentro de un edificio. El pasillo de un hospital, supo ver. El suelo estaba sucio, algunos cadáveres yacían en el suelo y, si miraba dentro de las habitaciones, veía niños muertos en sus camas. Algunos tenían el estómago abierto, otros, la gargantas, y unos tantos fueron directamente despedazados; pero todos murieron por lo mismo: la zarpa de un vampiro.

Otra vez, escarlata.

Un feroz sonido comenzó a sonar, fuerte y ensordecedor. Era un ruido distorsionado y metalizado que sonaba con un volumen tan alto que ensordecía. Parecía el aullido de una sirena sísmica de notas discordantes, ralentizada y ensuciada hasta convertirla en un canto agudo y cacofónico que escarbaba en su cabeza mientras las paredes comenzaban a oxidarse, como si la noche en su estado más puro comenzara a consumir el edificio.

Panqueque gritó llevándose las manos a la cabeza, sintiendo cómo su corazón latía con fiereza, presa de un miedo tan pesado, profundo y primigenio que incluso le hizo desear, por un segundo, el estar muerta. No importaba cuánto se tapara los oídos, cuánto gritara, nada parecía acallar aquella cacofónica melodía, aquella que, sin saber cómo, reconoció como el Canto de Rushifa.

Cerró los ojos. Silencio. Finalmente llegó el bendito silencio.

Esperó unos segundos. Cuando los abriera de vuelta, quería encontrarse en su cama, abrazada a Jabalí. Ella estaría bien siempre y cuando estuviera junto a Jabalí.

Pero no. Seguía allí, en ese mismo pasillo, engullido por la penumbra, el óxido y la sangre seca. Oyó los aullidos.

El hospital estaba infestado de vampiros nocturnos, aquellos que Jake llamaba Necrófagos. No los vio, pero los escuchó.

Caminó a paso prudente buscando una salida, escuchando sus largos alaridos y lamentos. Algunos rugían, otros, parecían llorar la peor de las miserias.

Volteó en una esquina, y vio a uno de espaldas. Era enorme, hasta más alto que una puerta. Su espalda se curvaba y de su columna parecían salir largas espinas que, de milagro, no habían penetrado la piel. Los brazos eran largos y gruesos, y se sostenían sobre los nudillos como aquel animal que Jabalí le mostró en fotos cuando pasaron por un zoológico hace unos años. ¿Gorila, le llamaba? Aquel ser parecía un vampiro hecho gorila, con la última falange de los dedos en forma de punta, como garras, de color rojo.

Rojo.

Escarlata. Todo se remontaba a la escarlata.

Panqueque se llevó la mano a la boca tratando de no gritar del susto. El sudor frío le corría sobre la frente y su cuerpo temblaba como una hoja al viento. Volteó hacia el otro lado, a su derecha. En aquel pasillo, aunque más lejos, caminaba otro necrófago. Éste tiró la puerta de un empujón, buscando. Buscándola, supo al instante. Sin embargo, ninguno de los dos parecían percatarse de su presencia.

Panqueque trató de respirar por la nariz. Sabía que los necrófagos detectaban a cualquier persona por el olor, o por el más mínimo ruido, pero a ella, tal y como había dicho Heather hace poco menos de una semana, parecían no detectarla. Era casi invisible, eso había dicho, y mientras no la vieran fijamente estaría bien. Solo debía mantenerse lejos de su vista.

Y debía encontrar a Jabalí, porque mientras no estuviera cerca... a él sí lo detectarían. Él la protegía durante el día y ella, sea cual sea el motivo por el que era casi invisible, lo protegía durante las horas de sueño.

Caminó y caminó. Los necrófagos escarbaban en las habitaciones, levantando las camas de un manotazo o golpeando los armarios. Panqueque esperaba a que les dieran mínimamente la espalda para pasar corriendo frente a la puerta. Todo iba bien hasta que llegó a la escalera.

El destino es caprichoso, y más en las pesadillas. Cuando se acercó a los eslabones que la ayudarían a subir, vio a un necrófago en el descanso. Éste metía la cabeza en el basurero pero, al alzar la mirada, sus ojos de obsidiana se conectaron a los de la niña. Alzó la cabeza para aullar, y sus mandíbulas de hormiga, que terminaban en un gran colmillo, se abrieron ante el alarido.

Panqueque comenzó a correr en la dirección opuesta. Los vampiros salieron de las habitaciones, algunos incluso derribando las paredes para poder cazarla.

La niña lloraba de miedo mientras escapaba, sintiendo como más y más se acercaban más necrófagos a su espalda, sintiendo sus fuertes manotazos contra el suelo. Eran rapidísimos durante el día, y lo eran más durante la noche, pero parecían no alcanzarla. «Parecen titubear a la hora de darle el golpe de gracia» recordó que dijo Heather. Eso debía ser. Sea lo que fuera que la hacía especial, debía estar provocando que no la alcanzaran.

Una mano gigantesca salió desde una de las puertas. Era tan grande que podía reventarle la cabeza con solo tomarla. Panqueque la eludió deslizándose sobre el suelo, viendo cómo encima suyo se cerraba el puño. El necrófago, furioso, dio un manotazo que derribó la pared y se sumó al resto para darle caza.

Panqueque tomó una sábana del suelo. Estaba húmeda y mugrienta, y parecía incluso haber sido infectada por el óxido de las paredes. Al principio, pensó en lanzársela a sus depredadores, pero luego vio a la distancia las puertas de un ascensor abiertas de par en par, con la gran y gruesa cuerda bajando en medio.

Sin dudarlo, se lanzó al oscuro abismo. Utilizó la sábana para agarrarse de la soga y deslizarse hacia abajo sin quemarse las manos. Todo ocurrió demasiado rápido, tanto que ni siquiera estaba pensando en lo que hacía. Solo quería encontrar a Jabalí y largarse de allí.

Uno de los necrófagos pasó de largo en su carrera y cayó al agujero, cortando la larga soga y haciendo que Panqueque cayera al vacío. La niña gritó mientras la oscuridad la engullía, viendo cómo la gigante bestia caía encima suya con sus fauces bien abiertas.

Cerró los ojos y, al abrirlos, estaba en medio de la calle. Volvía a ser de día pero...

El cielo y sus nubes estaban teñidos de un rojo muy vívido como un mar de sangre, tiñendo los edificios con su luz escarlata.

Todo se remontaba al escarlata.

—Ha pasado mucho tiempo... —rio una suave voz.

Panqueque soltó un grito de dolor. De pronto, los cuatro lunares de su antebrazo comenzaron a arder, sintiendo un dolor punzante que parecía atravesarle la carne. Volteó hacia la voz, frunciendo el rostro por el dolor.

Una figura negra se alzaba. No pudo verle los rasgos pero... sonreía. Aquella sonrisa se le hizo extremadamente familiar, como si despertara en ella un miedo tan profundo y conocido que la hicieron llorar con todas sus fuerzas, presa del pánico.

Cerró los ojos. Finalmente, al abrirlos, había despertado. Ya no le dolían los lunares.

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