1. UNA SERIE DE CATASTRÓFICAS DESDICHAS

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El día tardó en abrirse camino entre una espesa neblina, que parecía invitar a la tristeza y el anhelo. Yo no necesitaba ninguna invitación, de hecho, estaba convencida de que era de mí de quien emanaba esa desazón que había teñido el cielo, aquel penúltimo día del año. No habían sido unos meses fáciles, o más bien años. Mi vida era como ese castillo de naipes que se hace con mucha paciencia y cariño, pero irremediablemente cae. Y yo estaba en el suelo.

Me levanté de la cama, titubeante. Intenté pasar deprisa por delante del espejo, pero aun así fue más rápido, devolviéndome la imagen de una mujer pequeña, de pelo castaño reposando sobre sus hombros, piel blanquecina, ojos hambrientos, ojeras obscenas y dolorosa mirada. Sabía que estaba en un estado bastante lamentable, después de estar todo el fin de semana pegada al sofá, pero no necesitaba que un reflejo burlón me lo dejase aún más claro. Dejé a un lado esa imagen casi fantasmal y me metí en la ducha. Alcé la cabeza y dejé que el agua rociase mi rostro rítmicamente entrando así, en una especie de reflexión espiritual. No soy dada a describir la vida de manera tan poética y catastrofista, rozando la pedantería más absoluta, pero me resultaba imposible ver mi vida como si no fuese un compendio de malas decisiones, malas personas y mala suerte. El resumen fácil y digerible es que todo era una putísima mierda. No siempre había estado mal, bueno sí, pero no tanto. Habían sido un cóctel perfecto de muchas de cosas: una relación fallida, una nefasta autoestima, una soledad sibilina que había conseguido enraizar en mí, y demasiada sensibilidad muy mal disimulada. Ninguna había sido causante directa de mi declive personal, pero todas fueron, en mayor o menor medida, cómplices mudos de ello.

Salí de la ducha cuando vi que aquel trance filosófico había llegado demasiado lejos, al final, no me podía quejar, era el último día de trabajo antes de vacaciones para despedir el año, aunque no me fuese a mover de ahí. Me lavé los dientes y me vestí rápido. El negro nunca fallaba, y los jerséis de punto gordo tampoco. Había llegado a una edad en la que no soportaba el frío, y prefería enterrarme entre capas, a que la más mínima brisa me provocase un mes más de congestión. Me sequé el pelo para reducir todavía más las posibilidades y le mandé un WhatsApp a Anna para que supiera que estaba lista.
Bajé por las escaleras y me deslicé a tientas por la casa que seguía sumida, casi en su totalidad, en la oscuridad. Llegué a la cocina sorteando un par de cajas tiradas que inundaban el suelo, y tomé la mejor decisión de la mañana: hacerme un café. Mientras el olor me iba despertado, aproveché para preparar las cosas. Localicé todo y cuando ya había superado medio ataque de ansiedad al no encontrar las llaves, me tomé el café. Anna me hizo una perdida y ese fue el pistoletazo de salida. Estaba afuera. Solté la taza, hice recuento, apagué las luces, respiré hondo y salí.

El frío me golpeó según atravesé la puerta. Las farolas iluminaban el camino y servían de soporte para las luces navideñas. Sólo se escuchaba el cántico de algún pajarillo y el ronroneo del motor de Anna, esperando con su coche frente a mí. Tras el coche se alzaba una casa casi idéntica a la mía, un pequeño chalet con cierto encanto, salvo porque ésta sí que estaba decorada. Las luces se extendían a lo largo de toda la casa; retorciéndose entre los barrotes de la entrada, o encaramándose a la barandilla del balcón. En ese mismo balcón, preparada desde primera hora de la mañana para recabar cualquier tipo de información, estaba Juanita. Juanita era mi vecina de enfrente, una anciana de lo más peculiar que tras enviudar, había decidido dedicar su vida a sus nietos, su amiga Loli y sus minuciosas investigaciones de cada habitante de la cuidad. Y la verdad es que se le daba muy bien, por eso no me sorprendió cuando la saludé como de costumbre, y me respondió señalando muy efusivamente una furgoneta de mudanzas que estaba aparcada delante de Anna.

Llevaba viendo aquella furgoneta por lo menos una semana, justo después de que el cartel, que buscaba nuevos moradores, se hubiese retirado. La casa contigua, que antes pertenecía a una familia hippie un tanto extraña, se vendió. No había logrado ver a los nuevos inquilinos, pero me bastaba con que no les gustase tanto ‘el amor libre’ como a los últimos. No estaba dispuesta a presenciar de nuevo una orgia en aquel jardín. No voy a dar más detalles. Solo diré que ese día llegué a dos conclusiones transcendentales: que hay cosas que el ser humano no está preparado para ver y que no sabía tanto de sexo como pesaba.

LO QUE HAY DETRÁS DE TUS MENTIRASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora