Casi un año después de esa confesión, ahí estaba, con esa cara y esa expresión afable y tranquila, la misma que me había enamorado aquella noche en ese garito del pueblo de al lado, donde le conocí. Lo recordaba como si fuese ayer. Anna conocía a Marc, el mejor amigo de Jamie, y esa noche nos juntamos los cuatro. Sólo hizo falta un primer intercambio de cuatro preguntas de cortesía para dejarnos claro que nos íbamos a llevar bien. Jugamos al billar, bebimos unos cuantos chupitos y estuvimos bailando toda la noche. Cuando estaba amaneciendo salimos los cuatro. Anna se fue a casa de Marc, no era la primera vez que se liaban y tampoco fue la última, aunque nunca fue nada serio. Jamie y yo acabamos en la mía. Nos fuimos directamente a la cama, pero no llegamos a hacer nada. El alcohol pasó factura y nos dejó en coma hasta la tarde del día siguiente. Cuando despertamos y logramos a duras penas sobreponernos a la resaca, nos pasamos follando el resto del día, entre confesiones y risas. Menos de un mes después estaba viviendo en mi casa y antes de que me diese cuenta, me había enamorado perdidamente de él.
Jamie estaba terminando el máster que le daba carta blanca a una de las mejores multinacionales del país, y a un puesto demasiado jugoso como para no soñar con ello. Se pasaba el día estudiando en casa, y cuando yo llegaba a casa, hacíamos la cena y planeábamos un reguero de sueños para cuando Jamie consiguiera triunfar. Y así lo hizo. A los seis meses de convivir, aprobó el examen con nota, y aquel trabajo de ensueño no tardó en llamar a la puerta. A partir de ahí, pasaba mucho tiempo fuera de casa. Aun así, siempre se preocupaba de que le sintiese cerca. Me llamaba a todas horas, me mandaba sendos mensajes declarándome su amor y decenas de ramos de rosas al mes. Y no os penséis que cuando llegaba a casa era diferente, no. Me colmaba de besos y abrazos, y me decía tantas veces que me había echado de menos, que era imposible poner en duda su palabra. Me traía regalos carísimos, y cuando le reiteraba que no lo podía aceptar, me recordaba que todo lo que tenía era gracias a tenerme al lado. Todo parecía perfecto, y yo pensaba que estaba justificado, tenía la creencia de que la vida me había devuelto con Jamie una parte del amor que se me había arrebatado... Hasta que una noche se me ocurrió darle una sorpresa en el hotel.
Llevaba una semana recluido en Madrid, ajetreado, y no habíamos tenido tiempo ni de hablar. Le echaba de menos. Tanto que compré el primer billete que encontré y me fui al aeropuerto nada más salir de trabajar. Cuando llegué a Madrid hacía frío, eran los últimos días de enero y la capital me recibió con una lluvia torrencial, empapándome hasta el alma. Llegué al hotel calada y tiritando, y tras insistirle a la recepcionista para que me dejase la llave, y enseñarle varias fotos nuestras a modo de prueba para que no pensase que era una loca peligrosa queriendo entrar en la habitación de un desconocido, vete tú a saber para qué, conseguí llegar hasta su puerta.
No se oía nada desde el otro lado, sólo mi respiración nerviosa y el suave tintineo de las llaves ante mis escalofríos. Aún lo recuerdo con rabia y dolor, porque abrí la puerta con la ilusión de una niña pequeña, deseando que Jamie me dijera que me había echado de menos, deseando que me hiciera el amor, deseando su cariño... Y le vi. Más bien, LOS vi. No voy a entrar en más detalles de los necesarios, pero digamos que Jamie estaba de pie y la otra de rodillas. No me hizo falta interpretar la situación, o preguntar. No había nada mínimamente confuso ahí. Ellos también me vieron, claro, cuando solté todas las bolsas que llevaba y estas cayeron al suelo. Nunca me podré olvidar de la cara de Jamie. Su expresión era una amalgama de vergüenza, miedo, tristeza y absoluta sorpresa. Cogió a la mujer por los hombros y la levantó intentando remediar la revelación de un secreto que ya había sido descubierto. Cogió con nerviosismo una sábana de la cama, se la enrolló en la cintura e intentó acercase a mí. Negué con la cabeza muy lentamente, demasiado impresionada como para hacer algo más. Ahí estaba el supuesto "amor de mi vida", en una habitación de hotel, follándose a una mujer que era mucho más guapa y voluptuosa de lo que yo jamás sería, demostrándome que daban igual los besos, las promesas y las flores, porque la mejor infidelidad es la que no levanta sospechas. Y yo también estaba ahí, empapada, sudada, cansada, con el pelo enmarañado, un chándal desgastado y con unos cuernos que me hubiesen impedido pasar por la puerta.
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LO QUE HAY DETRÁS DE TUS MENTIRAS
RomanceAlexandra vive su vida en soledad, atormentada por un pasado un tanto traumático, un trabajo cuanto menos gratificante, y un aislamiento perpetuo que comienza a pesar demasiado. El día que decide salir de casa, por fin, alentada por su amiga Anna, c...