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Bajo el manto estrellado de una noche serena, en medio del abrazo cálido de una casa de campo centenaria, un niño se encontraba cómodamente anidado en el regazo de su madre. Juntos compartían el balanceo suave de una mecedora exquisitamente tejida, que, aunque mostraba el paso del tiempo en su hechura, pendía con gracia de dos hermosos árboles, como un relicario suspendido en el jardín. A su alrededor, la suave luz de una fogata encendida parpadeaba en sintonía con el destello de las luciérnagas que danzaban en el oscuro manto del cielo, mientras la brisa nocturna bisbiseaba a su alrededor.

El niño se mostraba atento y ansioso, con sus ojos brillantes y llenos de curiosidad, mientras escuchaba con devoción cada palabra susurrada de aquella leyenda de la estrella que su madre le narraba cada noche.

―Pero mamá, ese no puede ser el final de la pobre estrella ―exclamó el niño, en medio de este ambiente mágico, con una expresión de asombro y una chispa de indignación en sus ojos.

La madre, con una calidez que irradiaba tranquilidad, curvó sus labios en una sonrisa amorosa mientras sus dedos se deslizaban con delicadeza por las costillas del niño, buscando provocar en él las risas más puras y melodiosas.

―Oh, no lo es, mi amor. Spica todavía permanece solitaria en la montaña, a menos que alguien la libere y ella vuelva a su hogar ―respondió con ternura.

―Pero, mamá, ella vino a la Tierra porque deseaba ser humana como nosotros y no creo que quiera volver con la diosa ―Interrumpió el pequeño, frunciendo el ceño.

―Sí querido, pero una vez que encuentre lo que busca en este mundo, deberá regresar a los brazos de la diosa Luna ―con un gesto suave alzó su mano hacia el firmamento estrellado, como si pudiera tocar las luces centelleantes trazando una línea entre ellas―. Cada una de las estrellas que vez allí en el cielo tienen su destino, una historia, y aunque deseemos que se queden, su lugar es allí arriba entre las constelaciones.

El niño reflexionó y dejó que un suspiro escapara de sus labios, con sus pequeños ojos ahora ligeramente humedecidos por la mezcla de emoción, como si estuviera sumergido en un mar de pensamientos que buscaban comprender el mundo que lo rodeaba. Con un movimiento decidido, se levantó de rodillas en la mecedora sobre el regazo de la mujer, levantó el brazo con determinación y con su mano hecha un puño hizo un gesto heroico que irradiaba una valentía más allá de sus años.

―Cuando sea un alfa grande, fuerte y muy valiente, iré a esa montaña y liberaré a la estrellita ―dijo con su voz ansiosa, de la cual se podía escuchar el eco de una ambición que ardía en su interior.

La madre, conmovida, lo acurrucó nuevamente entre sus brazos dejando un beso cálido en su sien, y, el niño, mostrando un pequeño puchero fijo sus orbes avellana hacia ella, quien comenzó a acariciarle su cabello suavemente.

―Crecerás hermosamente... ―murmuró, mientras continuaba el suave balanceo de la mecedora, su voz resonando con una mezcla de orgullo―. Y te convertirás en el alfa más valiente del mundo.

―Pero, mamá, ¿y si fuéramos juntos a buscarla? ―cuestionó con una expresión inquisitiva.

―Iremos a esa montaña, juntos, algún día ―respondió, con una sonrisa tierna en los labios, sus palabras impregnadas de la misma esperanza que brillaba en las estrellas sobre sus cabezas y con un suspiro de satisfacción, cerró los ojos, dejándose llevar por la brisa nocturna que acariciaba su rostro.

 ―Iremos a esa montaña, juntos, algún día ―respondió, con una sonrisa tierna en los labios, sus palabras impregnadas de la misma esperanza que brillaba en las estrellas sobre sus cabezas y con un suspiro de satisfacción, cerró los ojos, dejándose ...

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