III

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En medio de un viento gélido que parecía esculpir el paisaje con su aliento blanco, una mujer se afanaba en el sótano de la casa, con las mangas de su vestido arremangadas y una lámpara de queroseno titilante en una mano, iluminando el espacio lleno de libros polvorientos mientras exploraba entre sus pertenencias.

Desde lo alto, un niño de cabello azabache observaba con ojos curiosos, su corazón resonando con cada palpitar en su pecho diminuto.

―Mamá... ―susurró con voz temblorosa, lágrimas asomando en sus ojos y un nudo de preocupación apretándose en su garganta, mientras veía a su madre recoger pergaminos con una prisa inusual y meterlos apresuradamente en un saco como si cada segundo contara más de lo que podía comprender.

Al liberarse del oscuro abismo del sótano, la madre ascendió con pasos apresurados a la planta principal. La linterna en su mano proyectaba su sombra danzante en las paredes, y su rostro reflejaba una mezcla de terror puesto que al llegar al salón, sus ojos se encontraron con la figura de su hijo, que lloraba desconsolado, su pequeño cuerpo sacudido por sollozos.

Con el corazón apretado, la mujer se arrodilló junto a él, ignorando el frío que se colaba por las ventanas mal cerradas y sus manos temblorosas acariciaron con ternura las mejillas húmedas del niño, buscando su mirada con urgencia. Luego, las manos pequeñas del mismo se cerraron con fuerza alrededor de su madre, como si temiera que, al soltarla, todo se desmoronara a su alrededor.

―Todo estará bien ―susurró con esa tierna voz maternal que disipaba los miedos del pequeño como si fuese una mala pesadilla.

Luego, cargando al niño en sus brazo, se dirigió hacia la mesa y en la superficie de madera oscura aún quedaban algunas pertenencias de ambos, esparcidas en un desorden que hablaba de la prisa y caos, pero con movimientos rápidos comenzó a recogerlas una a una. Cuando finalmente hubo terminado, envolvió al niño en una manta gruesa y cálida, asegurándose de cubrirlo bien para protegerlo del frío exterior.

Al abrir la puerta, una ráfaga de aire helado los envolvió y la mujer apretó al niño casi dormitando contra su pecho, tratando de ofrecerle toda la calidez que su propio cuerpo pudiera proporcionar. Allí, entre los copos que caían suavemente, yacían todos aquellos hermosos recuerdos que habían construido juntos en cada rincón de esa casa de campo.

Y para el pequeño, el mundo se desvanecía en medio de una neblina de oscuridad, solo las luces parpadeantes de la linterna que su madre sostenía eran los únicos destellos de la realidad que podía vislumbrar a través de la manta envuelta a su alrededor. Todo era borroso, distante, como si estuviera observando el mundo desde el fondo de un sueño, incapaz de distinguir entre lo que era real y lo que era ilusión.

El sol comenzaba su descenso entre los sinuosos caminos salpicados de casas y la multitud circundante, que festiva adornaba las calles con música, comida y danzas

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El sol comenzaba su descenso entre los sinuosos caminos salpicados de casas y la multitud circundante, que festiva adornaba las calles con música, comida y danzas. Las campanas de la catedral resonaban bajo sus pies como el latido de un gigante dormido, repercutiendo a través del suelo de piedra y ascendiendo por sus huesos hasta instalarse en lo más profundo de su alma. Cada repique parecía alargar el instante, estirando el tiempo hasta que cada segundo se tornara una eternidad y mientras corría, el bullicio de la multitud se mezclaba con el clamor de cada campanada, creando una cacofonía que retumbaba en sus oídos y hacía vibrar su pecho.

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