¿Nunca has sentido como que el mundo se te viene encima? Como que todos esperan demasiado de ti, demasiado de la persona en la que creen que te puedes convertir, sin ver realmente que lo que tienen en frente no es tan grandioso como una vez les hicieron creer. Nunca has sentido las ganas de gritar al viento: "ya no soy yo, hace mucho que dejé de serlo". Pero al mismo tiempo te has quedado pensando: "¿y si todavía puedo ser quien quieren que sea?", para luego darte cuenta de que una vez más, el tiempo se va para no regresar. Estás atrapado en el pasado, desperdiciando las horas sin saber hacia dónde caminar, pero sin atreverte a dejarlo ir por miedo a perder lo que conoces. Por miedo a perderte a ti.
Ese era mi día, todos los días. Despertar sin saber quién era, pero sabiendo quién fui. Aferrándome a ello como si pudiera llevarme a algún lado, aún sabiendo que no lo hará. Perdida en un abismo, ahogándome en recuerdos e incapaz de ver más allá de mi nariz.
Pero estaba empezando a avanzar, o eso creía. Lento, demasiado lento. Tan lento que era casi imperceptible, pero estaba avanzando. Describía mi letargo como quedarse dormido bajo un árbol al atardecer. Era cómodo, calmado, conocido. No había nada que me hiciera querer despertar y caminar por fin. Porque ese era otro problema, ¿por qué querría avanzar, si en la comodidad de mi ausencia no tenía por qué afrontar los problemas de la vida? Es demasiado placentero, ciertamente, el dejarse arrastrar por el caudal de la existencia sin mover un dedo para llegar a tierra firme. Flotar, dejarse llevar, no pensar, fluir.
Ahogarse.
Despertar de ese sueño no fue como un beso de los rayos del sol en mis herméticos párpados, reacios a abrirse. Fue más bien como nadar contracorriente, dándome cuenta de que: o bien nadaba o me estrellaría al fondo del abismo. Y justo cuando pensaba que no lo lograría, una mano se extendió para ayudarme.
Nunca podría agradecerle a Scott lo suficiente. Lo único que podía hacer era amarlo, quererlo tanto como me fuera posible, e incluso un poco más. Podrían confundirse mis sentimientos con la más pura y sincera gratitud, pero estaban muy lejos de ser solo eso.
Me estaba enamorando, con cada fibra de mi ser. Y aunque no quisiera admitirlo todavía, estaba segura de que ya lo amaba. Amaba su risa, sus ojos, sus labios y su pelo. Amaba su carácter y su forma de pensar, su picardía. Amaba a Scott de una manera en la que nunca había amado antes.
Dicen que en la vida solo tienes tres amores: el primero, ese que es tan lindo como un cuento de hadas e igual de irreal; el segundo, un amor más tangible, más doloroso, el tipo de amor que quisieras que fuera para siempre a pesar del daño que te causa; y el tercero, el definitivo, el tipo de amor que comienza lento pero constante, que te transforma para mejor cada día que pasa, el "para siempre". Ese era el tipo de amor que sentía por él.
Llegamos a mi casa en la madrugada, tan cansados y hambrientos que luego de una cena rápida, nos fuimos a dormir, dejando las presentaciones para el día siguiente. Desperté con dos patas sobre mi estómago y una lengua juguetona lamiéndome la nariz.-¡Frijolito! – exclamé mientras lo acariciaba.
Un precioso y adorable pitbull de medio metro de alto y hombros de boxeador estaba dando saltos de alegría justo al lado de mi cama.
-Oh, también te extrañé chiquitín.
Acaricié sus pequeñas orejas mientras sacudía a Scott a mi lado.
-Cariño, despierta. Ven a saludar a Frijolito.
Aún medio dormido, Scott alarga la mano para acariciar al perro, que al sentir el olor de un extraño cierra la mandíbula sobre su brazo y el grito de dolor de mi novio retumbó por todo el lugar. Y bueno, digamos que si yo no hubiese intervenido el pobre hubiera necesitado una prótesis.
Y así fue como terminé presentándole mi pareja a mi familia en un hospital a las 6 de la mañana. Le cogieron alrededor de 10 puntos y entre besos y disculpas regresamos a mi hogar.
Reunidos alrededor de la mesa del desayuno, estamos todos en silencio mientras que Frijolito, castigado, se limita a mirarnos compungido desde un rincón del lugar. Scott hace grandes esfuerzos por encontrar la paz y el perdón en su interior, mientras mastica lentamente una tostada con mantequilla. Desde una esquina de la mesa, mi madre se aclara la garganta:
-Scott, quería pedirte disculpas por lo ocurrido con perrito. Hace poco lo adoptamos y aún se pone nervioso con los desconocidos.
- Está bien – dice con voz calmada, mientras disimula una mueca de dolor- estoy encantado de conocerlos finalmente.
Después de eso, nos envolvemos en una plática amena y animada donde comienzo a relatar cómo nos conocimos y al final, Scott termina relatando sus planes para cuando acabe la universidad.
Luego del desayuno, mi novio y yo decidimos salir a dar una vuelta. Le enseño mis lugares favoritos, el parque donde aprendí a montar en bici y mi árbol predilecto donde me sentaba a leer.
Recorrimos toda la ciudad deteniéndonos en aquellos lugares que alguna vez significaron algo para mí. Quería enseñarle tanto de aquel lugar como me fuera posible, quería mostrarle todo lo que pudiera de mi misma a través de mi hogar y justo estábamos caminado por el parque cuando una figura conocida se tropieza en nuestro camino.
Un chico alto y delgado, se fumaba un cigarrillo mientras escuchaba música. Sus ojos miraban a la nada, hasta que de momento se fijaron en un punto específico. Estaba mirando a alguien, me estaba mirando a mí.Se veía exactamente igual que la última vez que lo vi, los mismos brazos delgados pero fuertes que una vez me habían sostenido, los mismos ojos que una vez me habían observado, el mismo Anthony tal vez, pero ciertamente, ya no la misma Ana.
Lo observé mientras se alejaba, apagando la colilla con la punta del zapato. Me sentí tranquila, segura mientras Anthony desaparecía de mi campo de visión. Si necesitaba una prueba para confirmar que era parte de mi pasado, acababa de obtenerla.
Satisfecha, miré hacia el cielo, justo cuando finas gotas de agua empaparon mi sonrisa. Riendo como niños, corrimos Scott y yo a resguardarnos de la lluvia.Tiempo después, envuelta entre las sábanas siento mi celular vibrar con un mensaje:
Anthony: "Tenemos que hablar".
ESTÁS LEYENDO
Historia para una chica rota
RomanceDejar ir, aceptar, perdonar... No es tan fácil como suena.