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A LOS TREINTA MINUTOS la escena del crimen estaba bloqueada y se había emprendido una investigación completa, toda a cargo del detective Paul Milton. El hombre era de complexión robusta y caminaba como un pistolero... un remedo de Schwarzenegger con ceño fruncido perpetuo y flequillo rubio que le cubría la frente. Kevin casi nunca se sentía intimidado ante otros, pero Milton no hacía nada por calmarle los ya destrozados nervios.

Alguien acababa de tratar de matarlo. Alguien llamado Slater, quien parecía saber mucho de él. Un desequilibrado que tuvo la previsión y la malicia de colocar una bomba y luego detonarla a distancia cuando él no cumplió sus exigencias. La escena permanecía ante Kevin como una pintura abstracta animada.

Cinta amarilla marcaba un perímetro de quince metros dentro del cual varios policías uniformados recogían restos, los clasificaban con etiquetas de evidencia y los apilaban en ordenados montones sobre un camión sin barandas para llevarlos al centro de la ciudad. Los curiosos ya eran más de cien. Algunos mostraban desconcierto en sus rostros; otros espectadores gesticulaban desordenadamente su versión de los hechos. La única herida reportada era una pequeña cortadura en el brazo derecho de un adolescente. Uno de los autos que Kevin había enganchado al atravesar a toda velocidad la calle resultó ser nada menos que el impaciente Mercedes. Sin embargo, la actitud del chofer mejoró en gran manera al enterarse de que había estado siguiendo a un auto-bomba. El tráfico sobre el Bulevar Long Beach aún padecía de curiosidad, pero ya habían despejado los restos.

En el estacionamiento había tres furgonetas de noticieros. Si Kevin entendía correctamente la situación, su rostro y lo que quedó de su auto estaban siendo televisados en toda la cuenca de Los Ángeles. Un helicóptero de noticias se mantenía en lo alto.

Un científico forense trabajaba cuidadosamente en los restos retorcidos del maletero, donde era evidente que colocaron la bomba. Otro detective buscaba huellas en lo que quedó de las puertas.

Kevin había contado a Milton su versión de los hechos, y ahora esperaba que lo llevaran a la comisaría. Por el modo en que lo miraba Milton, Kevin estaba seguro de que el detective lo consideraba sospechoso. Un simple examen de la evidencia limpiaría su nombre, pero lo angustiaba un pequeño hecho. En su relato de los acontecimientos omitió la exigencia de Slater de que confesara algún pecado.

¿Qué pecado? Lo último que necesitaba era que la policía comenzara a escarbar en su pasado en busca de algún pecado. El punto no era el pecado, sino que Slater le dio una adivinanza y le dijo que llamara al periódico para dar la respuesta con el fin de impedir que lo volaran por los aires. Eso es lo que les había dicho.

Por otra parte, retener deliberadamente información en una pesquisa era un crimen, ¿no es así?

Querido Dios, ¡alguien acaba de volar mi auto! El hecho se asentó como un pequeño nudo absurdo en el borde de la mente de Kevin. El borde frontal. Se alisó nerviosamente el cabello.

Kevin se sentó en un asiento que le proporcionó uno de los policías, y golpeaba el césped con su pie derecho. Milton seguía mirándolo mientras rendía informes a los otros investigadores y tomaba declaraciones de los testigos. Kevin volvió a mirar el auto donde trabajaba el equipo de forenses.

No sabía qué podrían averiguar de los restos. Se puso de pie inseguro, inspiró profundamente y bajó la ladera hacia el auto. El científico forense que trabajaba en el maletero era una mujer. Negra, menuda, quizás jamaicana. Ella levantó la mirada y arqueó una ceja. Hermosa sonrisa. Pero la sonrisa no alteraba la escena que tenía detrás.

Tr3s.Ted Dekker.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora