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Viernes

Al mediodía

LA OFICINA NO TENÍA VENTANAS, solo focos para iluminar los cientos de lomos de libros colocados en sus estanterías de madera de

cerezo. Una sencilla lámpara difundía su tono amarillento sobre el escritorio coronado de cuero. El salón olía a aceite de linaza y páginas húmedas, pero para el Dr. John Francis era el aroma del conocimiento.

—La maldad está fuera del alcance del hombre.

— ¿Pero puede un hombre ponerse personalmente fuera del alcance del mal? —preguntó Kevin.

El decano de asuntos académicos, el Dr. Francis, miró por sobre los bifocales al hombre sentado frente a él, y permitió que le surgiera en los labios una ligera sonrisa. Esos ojos azules escondían un profundo misterio. Un misterio que se le había resistido desde que se vieron por primera vez tres meses atrás, cuando Kevin Parson se le acercó después de una clase de filosofía. Habían entablado una amistad única que incluía numerosas discusiones como esta.

Kevin se sentó con los pies juntos, las manos en las rodillas, la mirada penetrante y tranquila, el cabello alborotado a pesar de un hábito compulsivo de pasar los dedos entre los rizos sueltos color café. O debido a eso. El cabello era una anomalía; en todo lo demás el hombre se arreglaba perfectamente. Bien afeitado, a la moda, agradablemente perfumado... Old Spice, si el profesor suponía bien. El irregular cabello de Kevin desentonaba con un aire bohemio. Otros jugueteaban con lápices, hacían girar los dedos, o cambiaban de posición en sus asientos; Kevin se pasaba los dedos por el cabello y daba golpecitos con el pie derecho; no de vez en cuando o en pausas adecuadas de la conversación sino regularmente, al ritmo de un tambor oculto detrás de sus ojos azules. Alguien podría considerar molestas las pequeñas manías, pero el Dr. Francis las veía solo como claves enigmáticas de la naturaleza de Kevin. La verdad: pocas veces evidente y casi siempre hallada en sutilezas; en el golpeteo de pies, el jugueteo de dedos y el movimiento de ojos.

El Dr. Francis echó hacia atrás del escritorio su silla negra de cuero, se puso lentamente de pie, y fue hasta un estante lleno con las obras de eruditos antiguos. En muchos sentidos se identificaba tanto con estos hombres como con el individuo moderno. Póngale una toga y se parecería más bien a un barbado Sócrates, le había dicho una vez Kevin. Recorrió un dedo sobre una copia atada de los Rollos del Mar Muerto.

—En realidad —expresó el Dr. Francis—. ¿Puede un hombre estar fuera del alcance del mal? Creo que no. No en esta vida.

—Entonces todos los hombres están condenados a una vida de maldad —contestó Kevin.

El Dr. Francis se volvió hacia él. Kevin observaba inmóvil, a no ser por su pie derecho que seguía golpeteando. Sus redondos ojos azules permanecían fijos, mirando con la inocencia de un niño perspicaz, lleno de magnetismo, sin inmutarse. Estos ojos suscitaban prolongadas miradas de los seguros y obligaban a apartar la mirada a los menos seguros. Kevin tenía veintiocho años, pero poseía una extraña mezcla de brillantez e ingenuidad que el Dr. Francis no podía entender. Ese hombre totalmente desarrollado tenía la sed de conocimiento de un niño de cinco años. Algo que ver con una excepcional crianza en un hogar extraño, pero Kevin nunca había sido comunicativo.

Tr3s.Ted Dekker.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora