Capítulo 1: La promesa de un príncipe

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03 de octubre de 1518. El día en que yo decidí morir.

Mi nombre es María, María Fernanda Beecher de la Sagrada cruz.

Pero aquel día de 1500 en el que nací, mi nombre me fue arrebatado junto con todo lo demás. Ahora solo soy María para pocos, la esclava María para la mayoría.

Nunca tuve nada en la vida, ni nunca añoré nada que se saliese de mis posibilidades. Toda mi ropa eran retazos de vestidos blancos hechos con fundas de almohadas y sacos de harina, amarrados a mi cintura por algún mecate o cuerda que encontrase olvidado por el camino.

Mis zapatos, por lo general, son aquellos que descarta mi hermana, mejor conocida como la señorita Isabella, que, curiosamente, también es mi señora.

Estos me quedan algo justos, pero yo suelo agrandarlos con piedras y aguas tibias.

Nací con una piel canela, poco típica en nuestra región, un cabello negro como el carbón que pocos saben que de hecho es rizado. Lo llevo siempre cubierto con un pedazo de manta que uso también para detener el sudor de mi frente mientras trabajo.

Mis ojos verdes son el único rastro de belleza que mi hermana me permitió conservar, aunque odia que la llame de esa manera, mentalmente lo hago en secreto, porque todavía conservo en mi corazón el agonizante anhelo de que un día me permita decirlo en voz alta.

Nací en Magnolia. Un reino que debe su riqueza a la mano de sus artesanos del vidrio. Rodeado principalmente por campos verdes e interminables ríos de aguas rápidas, siendo el mayor de estos, el "rio ende", cuya anchura oscila los 20 metros y su corriente es tan feroz que ha llevado a incontables hombres y mujeres a la muerte, sin darles ni siquiera a sus familiares la oportunidad de recuperar su cuerpo, mismo que marca nuestras fronteras.

Los lugareños suelen decir: Ese río es una tumba.

Aquella mañana de otoño, fui enviada al jardín para recoger las flores que necesitaría para preparar el baño de la señorita Isabella. Cuando regrese a la casa, una modesta mansión ubicada en el centro de los campos de Magnolia, cuyos vitrales ya habían sido opacados por el paso del tiempo y el ruido de las cerraduras oxidadas, así como el de las tablillas sueltas en el piso, delatarían él degradó de la riqueza del varón Beecher.

Sentado en ese entonces, en la cabecera del comedor principal, seguido a derecha por la Varonesa Vicentina Beecher, su amada esposa, a quien seguiría ella, la única dueña de todo lo que soy, la señorita Isabella Beecher.

El comedor era un lugar oscuro que los inmensos vitrales en el techo no lograban iluminar por completo, las sillas estaban hechas de hierro sobre el que se colocaban almohadones para apaciguar el frío.

La mesa estaba cubierta por un estricto mantel blanco, cuyas manchas de grasa ya se notaban en las orillas, sin importar que tan fuerte me golpeasen para obligarme a quitarlos o que tan fuerte los restregase yo contra las piedras del lago lile, no se habían desmanchado.

Aquel día era especialmente trágico, puesto que mientras yo me encontraba recogiendo las flores, la familia Beecher celebraba el cumpleaños de la señorita Isabella con una tarta de bombones rosas que había hecho yo misma.

Entre sus risas y derroches de dicha, yo apretaba mis labios para mantener el nudo en mi garganta, pues el recuerdo del hecho de que también era mi cumpleaños, atormentaba mi solitario corazón.

La hermosa Isabella resplandecía en su sonrisa mientras yo me pudría entre las tristes sombras de la cocina mientras buscaba la olla que necesitaría para hervir las flores de su baño.

El Varón Beecher me vio a través de la puerta y me llamo inmediatamente.

—Esclava María—oí su voz antes de dejar la cesta de flores en la mesa.

Único rey: De esclava de mi hermana a amante de su esposo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora