I - El señor del los templos

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            La luz de una mañana incierta se derramaba sobre Collivet. La señora Tud detuvo los trabajos de construcción y, con amabilidad, pidió a todos sus clientes que salieran de la taberna. Los aldeanos, todavía conmocionados por la noticia, esperaban en silencio mientras se cerraban las puertas y comenzaba la reunión. Ocho de las principales cabezas de familia se congregaron alrededor de la mesa de comedor aquella tarde, para discutir el inminente peligro que les acechaba. Los soldados estaban a tan solo dos días de distancia, recorriendo aldea por aldea y llevándose tanto a niños como a niñas para engrosar las filas del frente de batalla. Una batalla que cambiaría para siempre el curso de la historia.


—La muerte toca nuestras puertas —dijo Festo, el sastre, con voz apagada.

—¿Y si reunimos a los niños en el granero y amurallamos la aldea? —sugirió Caley, hombre que aún fungía de guardia de la aldea a pesar de su avanzada edad.

—Eso no funcionará, si encuentran resistencia nos mataran a todos e igualmente se llevarán a los niños —dijo la señora Tud restregando sus ojos cansados con ambas manos—. Mis hijos ya están grandes, una la tengo conmigo y el otro ya debe estar enlistado como soldado. Hace un año que partió hacia la capital. Pero los mocosos que están allá afuera con el oído pegado a la ventana son el futuro de este lugar. Hay que protegerlos como sea.

—Usted que piensa, Sr. Aldred? —preguntó Lidia, la hija de la señora Tud, acercándose a Linna, la curandera, que se encontraba claramente afectada.

Aldred tenía las dos manos apoyadas sobre la gran mesa de madera y sin alzar la mirada, tomó la palabra.
—A menos de medio día de camino, en dirección noreste, se encuentra la "gruta del grito". Escondamos a los niños ahí.

Al día siguiente, a un costado de la cabaña que se utilizaba para el depósito comunitario de leña, Aldred le sacaba punta a una estaca, mientras el pequeño Luriel lo observaba con ojos curiosos.

—¿Qué sucede en la aldea que tiene a todos tan inquietos? —Por fin se atrevió a preguntar Luriel.

—Nada por lo que debas preocuparte —respondió Aldred

—¿De que hablaban todos a puertas cerradas en la casa de la señora Tud? —volvió a preguntar el niño, ansioso por encontrar la verdad.

—¿Nos estabas espiando? —preguntó Aldred sin apartar la mirada del filo del machete con su lluvia de hojuelas de madera que caía sobre la tierra con cada movimiento de su mano.

—Fue idea de Katrín. Me dijo que va a pasar algo muy malo.

—Nada malo va a pasar Luriel. Por qué mejor no me ayudas y traes otra pila de madera. Debemos terminar esta cerca antes que se termine el día.

—Si me dice que nada malo va a pasar quiere decir que es verdad que algo gordo está por pasar... Mi mamá tampoco me quiere decir —murmuró Luriel, con un tono de resignación en su voz.

—Lo único que necesitas saber, es que tu madre te quiere mucho. ¿Me vas a ayudar o no? anda, necesito otra pila de madera —terminó Aldred.

Luriel se dirigió al cobertizo donde almacenaban largas ramas de árboles recién cortadas, aún con su corteza. Se agachó y comenzó a apilarlas en sus brazos, como si estuviera cargando a un bebé. Al ponerse de pie, escuchó una acalorada discusión proveniente del patio de enfrente. Reconoció una de las voces al instante y un nudo casi le cerró la garganta. Dejó caer las ramas de golpe, regresó con Aldred y agarró por instinto de una estaca, empuñándola con manos temblorosas como si fuera una espada. En el centro del patio frente a la cabaña de la leña, un hombre alto y robusto, de espesa barba y cabeza rapada, apuntaba un hacha de mango corto hacia un grupo de aldeanos. Era Ivert, su padre, preparado para iniciar una confrontación.

CICLOS ARCANOS - En los Templos del Caos - Libro 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora