Capítulo 11: El despertar

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—¡Ven a mí

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—¡Ven a mí...!—escuché en mi cabeza.

Me quedé quieta, desconcertada intentando descifrar la identidad de la voz. Los espíritus de las almas malditas se aparecieron en la sala que había sido el escenario de aquella épica batalla.

Anthony, con un aura dorada fluctuando entorno suyo me sonreía tiernamente.

Estaba en paz.

—Ella está aquí, Candy...Ha venido a buscarme.

Albert comprendía que se trataba de su hermana mayor. Me tomó de la mano y me la apretó mientras trataba de contener su emoción.

—¡Cómo me alegro, querido..!. Querido Anthony ve con ella y espérame en el Cielo. Cuando te vea tendré que contarte algo sobre la identidad del muchacho que recordabas hablando con tu madre cuando eras pequeño.—Le dije sonriendo.

Anthony se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y me susurró dulcemente al oído:

—No hace falta. Ya lo sé, siempre lo supe...Te amo, Candy. Y por favor, sé feliz...—dijo mi hermoso niño, mi primer amor de juventud, antes de correr hacia los brazos abiertos de su madre Rosemary. Escuché sus risas, el alborozo del encuentro largamente pospuesto y caí de rodillas, mientras las lágrimas me nublaban la vista.

—¡Oh, vaya...! Pues sí que os amabais.—Dijo la burlona voz de Terence a mi lado. 

Yo le miré con reproche. Sentía el fuego de la indignación arder. ¡Otra vez se estaba burlando de mí y de mis sentimientos!

Terence captó mi estado de ánimo y encogió los hombros con aire chulesco.

Luego suspiró y añadió con dulzura:

— Lamento haber sido tan brusco contigo, Pecosa. Tú no tenías la culpa de mi infelicidad. Nací marcado por el odio de mi padre y el rechazo de mi madre. Me volví malcriado, caprichoso y egoísta... Y sólo tú hiciste que mi presencia en este mundo fuera algo más llevadera. Tú y Albert, a quien me une una deuda de gratitud...—Añadió mientras su aura tomaba un color plateado.

Miró hacia la nada y sonrió. Parecía que alguien había venido a buscarlo también.

—Vaya, así que vosotras finalmente habéis venido a buscarme: mamá...Susanna.—Suspiro y dejó caer al suelo el objeto que lo vinculaba a mí: la corbata con que me había vendado el codo tras haberme empujado al suelo el día del baile del festival de mayo. 

La expresión de Terry se suavizó mientras sonreía. Y me afectó profundamente.

Aquél sí era el joven que amé, aquella era la dulce sonrisa que recordaba del Blue River Zoo... Y cuánto nos habíamos querido.

Terry se desvanecía mientras caminaba hacia el lugar donde ellas lo esperaban. Al punto se paró y me miró por última vez antes de desaparecer.

—Por favor, sed felices. Porque si no vendré del otro mundo y os lo reprocharé.—Prometió con una sonrisa traviesa.

Ven a mí... [Parte I]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora