VII. Un peligro inminente

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—No puede ser cierto. —Negó Michael, con la postura más rígida que podía adoptar sentada en una agradable cafetería, mientras Aziraphale tomaba una deliciosa taza de chocolate caliente sin contener sus sonidos de satisfacción.

—Pero así es, querida. —Respondió una vez ingerido el último sorbo. —O al menos es cierto, según ellos. Lo cual, personalmente, me lo creo.

—Son demonios, Aziraphale. —Lo miró con desaprobación; bueno, quizás algo más que desaprobación. —Ellos mienten.

—Lo sé mejor que nadie. Pero escucha... —Se inclinó sobre la mesa, acercándose a ella para bajar el volumen de su voz y que los otros humanos dispersos a su alrededor no lo escucharan. —Estuve ahí, en el Infierno casi no tienen personal. Fue lo mismo que dijo Lord Beelzebub antes de marcharse.

—¿Y qué? Es problema de ellos. — Aziraphale alzó una ceja en su dirección, y como un mocoso regañado por su padre, Michael bufó y desvió su mirada hacia las ventanas del local. Mirando al exterior sobre los escasos rayos de sol antes del crepúsculo. —Está bien, Entonces ¿Cómo sugiere proceder, oh, gran Arcángel Supremo?

Aziraphale se removió en su lugar con una pequeña sonrisa asomando en las comisuras, ignorando el obvio sarcasmo en el tono de su compañera —Yo sugiero: Seguir esta pista.

—Por favor, Aziraphale. —Bramó volviendo la mirada hacia él, golpeando ambas palmas contra la precaria mesa y balanceando la taza sobre ella. —No puedes confiar en los demonios. ¿Por qué crees en ellos? ¿Sólo porque se tragaron tu ridículo disfraz y empezaron a inventar cuentos?

—De verdad, querida. Mantén la calma. —Michael soltó un suspiro, pero detuvo sus protestas al contemplar los serios ojos de su superior. Cuando Aziraphale conseguía esa profundidad en su mirada, era difícil para ella no distinguir a un verdadero líder. —Piénsalo bien, mi punto es, ¿Por qué los duques del Infierno confiarían en un simple demonio para esta tarea? Azazel puede ser un invento, pero es muy real para ellos y lo que le dijeron luego de siglos sin aparecer, sólo demuestra lo desesperados que están.

Michael frunció los labios, Aziraphale se enderezó contra el respaldo de su asiento y empujo su taza vacía hacia el centro de la mesa. Poco a poco la cafetería fue vaciándose, con sólo algunos empleados limpiando mesas y conversando tras el mostrador.

Ya no vestía de negro, volvía a portar su horrible traje gris al menos sin la chaqueta y con las mangas de la camisa dobladas hasta el codo. Tampoco tenía una corbata al cuello, y se sentía muy bien. Tan libre a pesar de la escasez de indumentaria, nunca antes vista en el ángel. Vestir así hace meses hubiera sido impensable, pero aquí estaba, con una sonrisa resplandeciente en una modesta cafetería de Edimburgo, una reconfortante calidez en el estómago y más cómodo que un pez en el mar.

Estaba en la Tierra otra vez, bebiendo y rodeado de simples humanos, escuchando sus triviales charlas, observando sus pequeñas vidas fluir, sólo dejando la rueda del tiempo girar.

Con la adrenalina todavía corriendo por sus venas al liberarse del concejo oscuro, ni siquiera fue consciente del momento exacto en que volvió con Michael al terrorífico túnel fuera del Infierno. Vibrando de ansiedad, temor y preocupación a partes iguales Azazel se esfumó, y Aziraphale no tardó en llevarlos a algún lugar lo suficientemente seguro como para charlar y lograr calmarse.

No podían volver al Cielo; un presentimiento muy malo aferrado a su subconsciente se lo advertía. El único lugar seguro para hablar de esto era la Tierra, y él lo sabía muy bien.

—Sé que son... "Los malos". —Aziraphale se ahorró el sarcasmo al reanudar la conversación. —Pero, sus sospechas apuntan a nosotros. Y eso no puede ser posible, ¿Cierto? ¿Por qué el Cielo estaría tras la desaparición de demonios?

To be or not to beDonde viven las historias. Descúbrelo ahora