dos años antes

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—Tengo un examen mañana —le recordé, mordiendo la goma de mi lápiz. Eran finales; no podía permitírmelo.

—No aprenderás nada nuevo esta noche... Al menos no en ese libro —me dijo él, con malicia. Sonreí por lo bajo, sonrojada. Siempre sabía cómo pillarme desprevenida. Cerré el libro y observé la portada—. Es Poe, ¿verdad?

Entre mis piernas yacía un volumen antiguo. Me lo había dado él mismo. Uno de los tantos. Cada viernes uno diferente. «En el que he encontrado en mi memoria mientras pensaba en ti», me decía cuando me lo daba a hurtadillas. La rutina era la misma.

«Deja que todos se vayan —me había indicado él—. Finge ante tus amigos que quieres preguntarle algo a Follen; es muy lenta recogiendo. Cuando vea que solo quedas tú, te pedirá que apagues la luz al salir.»

«¿Cómo lo sabes? —le había preguntado yo—. ¿Y si me obliga a salir?»

«No lo hará —me había asegurado él.»

Y, efectivamente, desde aquel viernes, la profesora Annalise Follen me había pedido que apagara la luz y cerrara la puerta al salir.

Y yo así lo hacía.

Pero no salía.

Solo tenía que esperar diez minutos contados con cronómetro antes de que la puerta se abriera. Pero solo ligeramente. Lo suficiente para que una figura oscura se resbalara junto con la luz del pasillo de la Facultad de Literatura. Mi corazón siempre había dado un brinco de ansias en aquel momento, así se repitiera, religiosamente, cada viernes.

En la penumbra, sin ayuda de una linterna, unos brazos fuertes me encontraban y me levantaban del suelo. Justo después de que se escuchara un golpe seco de algo cayendo al suelo. El momento más pasional y feroz de mi día.

De mi vida entera.

Ese primer viernes había sido la primera vez que me había traído un libro. Desde ese día, cada semana, el sonido de un libro diferente cayendo despreocupado sobre el suelo precedía el momento en que olvidaba todo lo que me había pasado en el día, ya fuese bueno o malo. Todo se esfumaba de mi cabeza, como si aquel hombre lo evaporara con el calor de su cuerpo.

—No, no es Poe —me regodeé, acariciando las letras resaltadas el título, y regresé a la página que estaba leyendo.

Escuché su sonrisa desde el otro lado del teléfono. Una cosquilla se deslizó por mi pecho. Cerré los ojos, disfrutando de aquel sonido. Porque sabía que estaba reservado para mí.

—No estás leyendo para el examen —me acusó convencido—. Pero podría adivinar qué libro es. Hagamos un trato. Uno ilegal.

Me llevé la mano libre a la frente. ¿Cómo le decía que todos mis planes con él habían sido ilegales? ¿Y que, por más que fuese una antagonista de la adrenalina, no podía negarme a todos y cada uno de los delitos que me proponía cometer?

—Son pasadas las once y estás muy lejos. Además, sé mejor que hacer tratos contigo. Usualmente no son muy justos.

—¿Eso es un sí?

Miré el techo de mi habitación. Me di un momento para pensar, pero tanto él como yo nos conocíamos muy bien y sabíamos a la perfección cuál sería la siguiente palabra en salir por mi boca.

—Sí —arriesgué. Una vez más.

—Abre el libro por el índice —me indicó con su melodiosa y delicada voz. Uno que, también, solo utilizaba conmigo.

—¿Qué te hace pensar que este libro tiene un índice? —intenté.

—¿No tiene índice? —Pareció confundido.

Me cambié el teléfono de oreja. ¿Podía ser verdad? Sería la primera vez que le escuchase equivocarse. Me pareció increíble haber ganado por fin, haber sido más lista que él. Haberle doblegado en su propio juego.

—Tendrás que arriesgarte...

—Conque jugamos con esas cartas —bromeó—. En ese caso, tendré que sacar mi comodín.

—¿Y eso es...?

All in.

Me eché una risita. Una de esas que eran incontenibles cuando salía con frases como esa.

—En ningún universo all in es un comodín —le dije—. Más bien me parece un movimiento temerario.

—Justo ese es el universo en el que vivo —contraatacó—. Solo lánzame un par de cartas y te daré la jugada maestra.

—¿Cartas?

—Tres.

Lo escuché, intrigada.

—De acuerdo.

—¿Estás en la cama o en balcón?

—En la cama —respondí, insegura de la dirección que tomaba la conversación—. ¿Esa era una carta?

—¿Llevas ropa de calle o pijamas?

Me miré el cuerpo.

—Camisón.

Él hizo un ruidito, como si estuviese valorando sus posibilidades. No sabía cómo mi posición en la habitación ni me vestir le ayudase a adivinar el libro. Pero subestimarlo era algo que ni se me pasaba por la mente hacer. A él nunca. ¿Cómo podía hacerlo, si no había vez que no hubiese superado mis expectativas?

—¿Está tu abrigo rojo colgado en el perchero detrás de la puerta? —preguntó. Alcé la mirada. Solté un ligero jadeo, pero que no se escapó de su oído. Lo supe por la forma en que se rio. Su risa de triunfador—. Nunca busques decir tu amor

»El amor no puede ser dicho

»Porque él se mueve suave

»Silenciosamente invisible

»Le dije mi amor, le dije mi amor

»Le dije todo mi corazón

»Temblando de frío en miedos espantosos

»Ah, ella se va

»Tan pronto como ella se fue de mí

»Pasó un viajero

»Silenciosamente invisible

»No se puede negar.

Miré el libro, siguiendo las palabras con la mirada mientras él las recitaba.

—¿Cómo...? —pregunté, sin aliento, y sin saber cómo acabar la pregunta.

—Coge ese abrigo rojo y baja. Silenciosamente invisible...

Memorias: Paulette (Niña Mal, #3.1) [Abi Lí]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora