dos años y medio antes I

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Yo quería ir a la universidad en Edimburgo. Mis padres se habían negado rotundamente. «¿Literatura en Edimburgo? Qué original», se habían burlado. La abuela me había dejado de herencia el pago íntegro de mi carrera, donde yo la quisiera. Pero no podía reclamar el dinero mientras fuera menor de edad, y mis padres se habían hecho cargo de todas las transacciones de mi matrícula. Habían elegido para mí la Universidad de Mánchester, y por mucho que intenté hacerles entrar en razón, insistiéndoles que, por muy prestigiosa que fuese dicha universidad, no era precisamente una fábrica de literatos. Al menos no del tipo que me interesaba a mí.

Cumplía la edad para reclamar mis derechos seis días después de la fecha tope de matrícula. No había nada qué hacer. Iría a la Universidad de Mánchester, quisiera o no.

El primer día prometía ser duro, con gente bombeando por los pasillos, envueltos en charlas académicas desde el minuto uno. Había asistido a todos los eventos introductorios, me había leídos todos los panfletos y me había interesado por el claustro de mi facultad. Así que le conocía; sabía su nombre y lo rápido que había escalado de posición. Se había sacado el grado en tiempo récord. Había compaginado su año de maestría en Psicología de la Educación con prácticas bajo la tutoría del que entonces era decano de la universidad. Al acabar la maestría, ya había acaparado la admiración y el respeto de todos. Él era el puente seguro entre la graduación de los alumnos y las empresas de renombre en la industria. Bastaba que en su entrevista mencionaran su nombre como tutor para que se les abriera las puertas de par en par.

Para ambos había una primera vez aquel día. Para mí, se trataba del inicio de mi vida académica. Para él, aunque el final de la suya, sería el inicio de una trayectoria impecable como profesor.

Impecable hasta que puso sus ojos en mí.

No tendría que haberme sorprendido cuando le vi entrar por primera vez en mi salón. Las fotos de internet no daban justicia a lo que vieron mis ojos. Se trataba de mi primera clase: Literatura de primer semestre.

Entró como un torbellino, sin mirar a nadie y sin pronunciar palabra. Apreté la boca porque, aunque no estuviese hablando como el resto de mis compañeros, temí que alguna palabra se escapara de mi boca sin mi consentimiento. Los demás hicieron lo mismo en cuanto aquella figura hubo cruzado la puerta.

—Buenos días —dijo aquel hombre por fin. No llevaba carpeta ni portafolios; su único material didáctico era un libro de William Blake con el lomo desgastado. Parpadeé dos veces, reconociendo la edición. La había buscado por mar y tierra, sin fruto, durante los últimos cinco años—. ¿Alguien no sabe mi nombre? Bien —dijo al ver que nadie levantó la mano—. Veo que son más que el año pasado. Pocos repitentes, gracias al Eterno. Hola, Max. ¿Qué tal tu madre?

Todos nos giramos hacia el fondo del salón. Le hablaba a un chico rubio que claramente sobrepasaba los veinticinco años. Max. El chico alzó la mano, sonrojado, para saludar al profesor.

—Desempolvando el birrete —bromeó, encogiéndose de hombros.

Todos se rieron, incluyendo el profesor. Solté una risita nerviosa, porque pensé que era lo que tenía que hacer.

—No se da por vencida, me encanta. Yo tampoco. —Alzó los brazos—. Eres mi proyecto personal de este año, Max. Dile a tu madre que siga trabajando en ese birrete —le dijo, esta vez con más recato. Max asintió una vez, complacido con las palabras del profesor—. De acuerdo, alumnos. Vamos a hacer una pequeña actividad para que no nos quedemos dormidos el primer día de clases. Ya sé, ya sé. Todos queremos irnos a casa y olvidarnos de que este día ha pasado, pero recuerden que ustedes eligieron esta clase y esta universidad. —«Yo no», pensé, mirando al suelo. Cuando regresé mi vista al frente, mi mirada chocó con la del profesor, quien parecía ya haber tenido los ojos sobre mí. Me erguí de golpe, preocupada porque hubiese interpretado mi despiste como un desacato. Le sonreí, esperando que eso subsanara un poco las cosas. Sus labios se partieron ligeramente, y un segundo más tarde, ya había regresado a su postura solemne y didáctica—. ¿Recuerdan aquel primer día en primaria, cuando la maestra obligaba a todos a ponerse en pie y presentarse? —Un coro de murmullos quejumbroso resonó por todo el auditorio—. Yo no haré eso. —Siguió otro coro de alivio—. No me interesa saber solo sus nombres, sino que hay detrás de ellos. Muy muy detrás. Y quiero que todos sus compañeros lo vean también. Porque sus cabezas son un mundo lleno de información, y la información es poder. El más grande de todos. Y yo quiero que tengan poder. Mucho, mucho poder. Dentro de tres años, por esa puerta saldrán los que dominarán el país. No puedo dejar salir de aquí un hatajo de idiotas. —Coro de risas—. Pero bueno, no he venido aquí a insultarles. Al contrario, si no recuerdo mal, la universidad se trata de todo lo contrario —dijo, señalándose a sí mismo. Todos se echaron a reír otra vez. No veía a nadie de aquella sala capaz de insultar al mismísimo padre de la cátedra—. Esto es lo que haremos: se irán hoy todos a casa, olvidarán las clases de hoy porque seguramente nada de esto entrará en el examen final, y se irán a la cama a meditar sobre sus vidas. Una vez que hayan llegado a un nivel de decepción rotundo... —Todos volvieron a reírse, embelesados por la informalidad y aun así profesionalidad de aquel profesor. Nos rozaba en edad, y hasta hacía unos meses era un estudiante igual que nosotros, sentado quizá en este mismo auditorio, escuchando a los que eran ahora sus colegas. Pero ahora estaba del otro lado del salón, y aunque insistía en hacerse cercano, el aura que lo envolvía no dejaba lugar a dudas de que era inalcanzable—. El que no se haya reído, que por favor visite a la doctora Roth en Orientación. —¿Me había echado otra mirada? Pero si esta vez no estaba distraída. Miré detrás de mí, pero el asiento estaba vacío. Sí, me había mirado a mí—. Vale, eso fue cruel. La salud mental es importante, chicos. Lástima que la vayan a perder toda en mi clase. ¡Es broma otra vez! —añadió cuando todos aullaron, varados entre la ofensa y la gracia—. En fin; quiero que piensen en el libro de su vida. No su libro favorito ni el que más creen que me impresionará, no. El libro de su vida. Ese que les cambió el mundo, que les redirigió las ideas, el que hizo que hoy estén sentados frente a mí, escuchándome preguntar por sus madres. —Max se cogió la frente, sonrojado y entre risas. El director lo miraba fijamente, con una sonrisa de complicidad en los labios. Entendía por qué sus exalumnos eran brillantes; no había manera de no escuchar a aquel hombre. Su voz era como la de una sirena: atrapante—. Quiero que lo traigan escrito mañana en un papel blanco tamaño A5 y escrito en computadora. El contenido es de alto nivel confidencial, no lo compartan con nadie. Los detalles mórbidos los daré mañana. ¡Largo!

Todos se levantaron de las sillas, provocando un ruido ensordecedor en el salón. De inmediato se pusieron a hablar sobre autores, sobre cuáles sí, cuáles tal vez y cuáles rotundamente no entrarían como pretendientes al libro de su vida. Al fondo escuché a un chico ofreciéndole intercambiar su respuesta a cambio de un beso. La chica le había respondido «¿En dónde?» y ambos se habían echado a reír.

El auditorio se vació rápidamente, dejándonos a unas diez personas recogiendo nuestras cosas.

En realidad, a once.

—Está buenísimo, ¿no crees? —me preguntó una chica que bajaba las escaleras detrás de mí.

Me giré para verla. Se trataba de una pelirroja, dudaba mucho que natural, piel morena y con un pendiente en el labio inferior.

—¿Quién? —me atreví a preguntar, pero no me costó entender a quién se refería.

Ella asintió en dirección al profesor, que estaba cerrando con llave los cajones del escritorio.

—Es guapo —admití—. Y según muchísimas fuentes, uno de los mejores profesores que ha pasado por esta universidad. Los periódicos estudiantiles lo llaman El Profesor Mánchester.

—Wow, lo has investigado. —Enarcó una ceja traviesa.

Me encogí de hombros, restándole importancia.

—Por supuesto. ¿Has visto su trayectoria?

—Lo que me he repasado es su historial sexual y parece que el profesor es todo un experto en Anatomía Femenina.

—No me sorprende que tenga una vida privada —rezongué, un poco incómoda. No me apetecía meterme en cotilleos el primer día de clases, y menos sobre la vida íntima de los profesores.

—Aún está de prácticas. Pero es el favorito del director. Como una mascota —susurró—. Hasta luego, profesor —se despidió aquella chica, de forma juguetona, mientras nos dirigíamos a la puerta.

—Chicas —se despidió él.

Esbocé una sonrisa tímida, y sus ojos se estancaron en mí por demasiado rato. Me giré, porque no era capaz de mantenerle el contacto visual por mucho más tiempo. Cuando salimos de aquel lugar, mis hombros pesaban la mitad.

—Soy Jadesy —se presentó la chica—. Estoy en segundo, pero cojo Literatura de primero como optativa.

—¿No estudias Literatura Inglesa?

—No, estudio Cine e Historia del Arte.

—Cómo no.

—¿Perdona?

—Lo siento, es que... se te ve en la cara. Es como si tu estilo estuviese inspirado en esa carrera —observé, escrutándola de pies a cabeza.

—Entiendo lo que quieres decir —comentó, haciendo lo mismo conmigo—. ¿Cómo te llamas, Literata?

Me sonrojé, avergonzada por mis modales.

—Oh, sí. Perdona. Mi nombrees Paulette. Paulette Sellers.

Memorias: Paulette (Niña Mal, #3.1) [Abi Lí]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora