2 - Maleta con ruedas

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Algo tira de mí con tanta fuerza que creo que voy a caerme, pero no al suelo, sino a un lugar profundo y oscuro, lejos de la luz de la cafetería. Me hundo y no puedo moverme, tampoco gritar ¿porque mi voz no abandona mi garganta por más que lo intento? Caigo sin remedio, la imagen de la cafetería se pierde en la lejana oscuridad y todo cambia a mi alrededor, como si se tratase del atrezo de un teatro. No sé cómo, me doy cuenta de que estoy de pie, frente a una mujer de cabello castaño recogido en un moño alto. Todo parece muy grande, incluso ella. Estamos en una sala de estar ¿Mi casa? Mis pensamientos se diluyen, es casi como si olvidase y recordase al mismo tiempo. Esa mujer es mi madre y...

Mamá está enfadada.

Está sacando mis cosas de la maleta con fuertes tirones. Cada uno hace que me asuste y me dan ganas de llorar. Sé lo que busca, pero no quiero abrir la boca. Sí le digo que la he perdido me empezará a regañar como la otra vez. Me quedaré callada. Es lo mejor.

—¿Dónde está, Elena? —dice de pronto, tirando de mi libro de matemáticas y poniéndolo con el resto de los que ya ha sacado de la maleta.

No respondo. Así no me regañará.

—No me digas que te lo han vuelto a quitar —vuelvo a no decir nada, pero ella ya lo sabe—. Es la tercera vez que te quitan la fiambrera desde que empezaste el curso, Elena. Ni dos meses han pasado.

—No es culpa mía... ha sido Jesús.

—¿Y por qué no se lo has dicho a ningún profesor?

—Sí se lo he dicho a la seño Pili, pero Jesús le dice que la fiambrera es suya y la seño no hace nada.

—Voy a tener que hablar con tu profesora porque esto no es normal —gruñe sin mirarme. Vuelve a buscar en la maleta por dentro... supongo que espera que la fiambrera aparezca allí por arte de magia. Yo también lo espero—. Ya es la tercera, Elena. Que me han costado un dinero ¿Sabes? Tu hermana no me perdió ni una a tu edad y tú ya llevas tres.

—¡Pero que yo no soy!

—Pues ahora vas a llevar la comida sin fiambrera. Envuelta en papel de aluminio va a ir, ya ves tú ¡Es lo que hay! —grita, pero sin mirarme. A veces habla como si no me hablase a mí. Yo sé que me lo dice a mí.

—¡Habla tú con la seño, mamá!

—Tienes diez años, Elena, ya eres mayorcita. Te van a hacer mucho daño en esta vida si sigues siendo tan irresponsable. No puedes quedarte quieta sin hacer nada y esperar que yo te solucione la vida siempre que te pasa algo.

—¡QUE YO NO SOY! —le grito con todas mis fuerzas.

Empiezo a llorar. No sé cuándo ha ocurrido, pero en algún momento mientras ella hablaba mis lágrimas ya habían salido y una bola se me había atorado en la garganta, como un trozo de pollo que no he masticado bien. Me largo de allí tan pronto como empiezo a llorar y me encierro en mi cuarto con un portazo. Mi madre no me sigue. Sé que no lo hará. Siempre me deja sola cuando lloro, así que estoy acostumbrada a que no trate de consolarme cuando algo me hace daño, incluso cuando ese algo es ella.

En mi cuarto me siento algo más protegida. Se ha convertido en mi lugar seguro cuando no puedo evitar llorar. Me siento en la alfombra de carreteras (que me encanta como huele) y me arrastro hasta el tocador de juguete que está junto a mi cama. Me miro en el espejo. Aún estoy llorando, pero al menos no se me corta la respiración. Odio cuando ocurre eso. Me seco las lágrimas y cojo el cepillo de juguete para pasármelo por el pelo. Me relaja hacerlo. Es lo que necesito.

—¿Lena? —oigo que alguien me llama desde fuera de la habitación. Es mi hermana.

—Déjame.

Abre la puerta. Tendría que haberla bloqueado. Me peino con más fuerza para desenredar los rizos, aunque me duela.

Quiero vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora