Capítulo 12

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—No, no, no, no, no. —Las lágrimas y el dolor llegaron hasta lo más profundo de mi corazón al leer aquellos mensajes—. No, no, no, por favor...
    —¿Qué ocurre? 
    Le pasé el móvil de inmediato a María mientras andaba perdida de un lado para otro. Eran mensajes de Celia.
   
    No te vayas, por favor,
    eres muy importante para mí,
    ¿qué voy a hacer sin ti?
    11:34 am
   
    Mi vida no vale nada
    si no estás a mi lado
    11:35 am
    Pero el último de ellos era el peor.
   
    En los últimos días te
    has convertido en mi
    razón de vivir. Si te vas
    todo va a desaparecer.
    Sin ti mi vida no 
    merece la pena. No
    quiero vivir si tú no estás
    a mi lado.
    Te quiero, Marta, 
    siempre lo voy a hacer
    11:35 am
   
    Tragué con fuerza y miedo al escuchar esos mensajes en la voz de María. Fue perdiendo el color a medida que los leía. Nos miramos por dos segundos, los suficientes para coger de nuevo el móvil y salir a correr sin mirar atrás.
    —No, no puede ser —grité mientras corría—. ¡No, Celia!, ¡no! —
María me seguía por detrás, yo había salido en primera instancia sin pensar en nada más. 
    Llamé repetidas veces a la puerta hasta que Víctor me abrió, por suerte lo hizo con rapidez.
    —¿Dónde está Celia? —pregunté con miedo, él estaba asustado por mi estado.
    —¡En su habitación! —Oí a María exclamar desde la calle—. ¡Está en su habitación!
    Subí las escaleras corriendo.
    —¿Qué ocurre, Marta? —Ambos me siguieron de cerca, creo que jamás había corrido tanto en mi vida.
    Al abrir aquella puerta, presa del pánico, confirmé lo que aquellos mensajes querían decir. Encontré a Celia en el suelo, inconsciente y con un bote de pastillas completamente vacío en la mano.
    —¡Celia! ¡Celia, despierta, por favor! —Me arrodillé y la cogí en mis brazos. Sus padres se quedaron petrificados al verla así—. ¡Llama a un médico! —rogué sin poder dejar de llorar. 
    Víctor fue el único que reaccionó, María se había quedado inmóvil en la puerta.
    —Celia —susurró su nombre.
    —¿De qué es este bote? —pregunté.
    —Sus pastillas, los tranquilizantes para sus pesadillas. 
    —Tenemos que hacerla vomitar, si ha ingerido tantas pastillas y tan fuertes, la ambulancia no llegará a tiempo.
    Pensé en frío, era lo más eficiente en ese momento. Coloqué a Celia de lado e introduje dos de mis dedos en su boca, haciendo presión en la parte final de su lengua. Con esta maniobra y, tras varios intentos, su cuerpo reaccionó echando todo lo que tenía en el estómago. Cuando terminó de vomitar, Celia estaba sin fuerzas.
    —Celia, mi amor, ¿me escuchas? —Empezó a reaccionar segundos después, estaba adormilada y no atendía a nada. La zarandeé y toqué su cara hasta que me contestó.
    —Marta —susurró mi nombre. Sentí cómo su estómago se revolvía de nuevo y la giré para ayudarla a vomitar otra vez.
    —Tranquila. Tranquila, mi amor, estoy aquí.
    Víctor subió pocos minutos después. La ambulancia llegó muy rápido y subieron a la habitación enseguida. Los doctores que venían la estuvieron reconociendo, la colocaron en la camilla y se montaron en la ambulancia rápidamente.
—Ha ingerido demasiadas pastillas y, aunque ha vomitado, tenemos que hacerle un lavado de estómago para asegurarnos —dijo el doctor—. No sabemos si las ha expulsado todas.
    —Hay que llevarla al hospital cuanto antes —habló la doctora—. Si no hubieran sido tan rápidos, quizás la chica no estaría viva. 
    Al decir aquello una parte de mí se quedó aliviada. Víctor se acercó a mí, me había quedado más atrás.
    —Marta, ve tú con ella. María está en shock. Voy a limpiar la habitación y luego nos encontramos en el hospital.
    —Gracias —le contesté. Me monté en la ambulancia bajo la mirada de ellos y algún vecino que había salido por el escándalo. Asentí para tranquilizarlos. No la dejaría sola.

Ver lo que mi hija había sido capaz de hacer después de lo sucedido, me dejó en shock. Leer aquellos mensajes y encontrarla tirada en su cuarto son hechos que no olvidaré en mi vida. Quería ayudar a Marta a reanimarla, pero mi cuerpo lo impedía, no tenía fuerzas. 
    Cuando la ambulancia se marchó, Víctor y yo entramos en casa. Él recogió la habitación de nuestra hija mientras yo seguía inmóvil sobre su cama. Al terminar se acercó y me abrazó.
    —Tranquila, se pondrá bien. Está en buenas manos. Tenemos que ir al hospital.
    —Sí, sí, vamos. Deberíamos coger algo de ropa para ambas,estaban muy manchadas.
    Cogí una muda para Celia y otra para Marta. La iba a necesitar. Al girarme con todo preparado, me encontré a un Víctor muy sonriente, había dado un gran paso y estaba orgulloso por ello. Todo aquel miedo o duda había desaparecido. Si no hubiese sido por la rapidez de Marta, Celia no estaría viva. No me perdonaría nunca todo lo ocurrido.
    Nos montamos en el coche a la carrera y en poco más de veinte minutos llegamos al hospital. Nos encontramos con Marta en la sala de espera, no la habían dejado pasar.
    —¿Dónde está? —pregunté al llegar a su altura. Estaba llorando.
    —Se la han llevado para el lavado de estómago, vendrán a avisarnos cuando terminen. 
  Cuando el sol que entraba por la ventana iluminó su rostro aprecié la marca de mi mano aún señalada en su mejilla. Inconscientemente llevé mi mano a su cara, pero se apartó.
    —Lo siento. Lo siento muchísimo, Marta. —Ella me miró seria, como era normal. Necesitaba su tiempo, aunque me hubiese perdonado—. Ten, te he traído algo de ropa para que puedas cambiarte.
    Ella se miró y apreció el estado en el que se encontraba. Me costó mucho convencerla de que aceptase la ropa. Se marchó, y en pocos minutos ya se había cambiado. Estuvimos esperando más de hora y media en aquella sala, hasta que apareció una enfermera.
    —¿Eres la acompañante de Celia?
    —Sí, ellos también. Son sus padres.
    —Quiere verla. Ha preguntado por Marta. Primera planta, habitación 35. El doctor los verá más tarde.
    —¿Por qué han tardado tanto? —preguntó Marta.
    —Tuvimos que ponerle anestesia, estaba muy nerviosa. Hemos esperado hasta que ha despertado. Sentimos mucho la espera. 
    —Entren ustedes primero —dijo Marta en la puerta—. Necesito unos minutos.
    Ese encuentro iba a ser complicado para todos, pero tarde o temprano tenía que suceder. Necesitábamos tener una conversación con ella a solas, y Marta nos dejó vía libre antes de verla. 
   
Me quedé fuera durante unos minutos. Víctor y María querían hablar con ella, lo habían comentado en la sala de espera y quise que lo hicieran cuanto antes. Poco a poco el tono de aquella conversación fue subiendo. Dejaron la puerta entreabierta y podía enterarme de todo.
    —¡Déjenme en paz! —gritó Celia.
    —¿Por qué has hecho esto? ¿Te das cuenta de la gravedad que supone? Has estado a punto de quitarte la vida, Celia —preguntó Víctor enfadado.
    —Piensan que estoy loca, pero no es así. Alejarme de Marta es lo peor que me han obligado a hacer nunca, es mucho peor que quitarme la vida. Soy feliz estando con ella. Sin Marta mi vida no tiene sentido. 
    —Pero ¿te estás escuchando? —la cortó María—. Esto es una locura, Celia.
    —No, es la verdad, mamá. Por mucho que te duela, la quiero más que a mi propia vida. Prefiero morir a tener que vivir lejos de ella. —Aquello me hizo reaccionar de la peor manera. Abrí la puerta de golpe y todos me miraron asustados.
    —¡Ni se te ocurra volver a decir eso! —La sonrisa que Celia sacó al verme allí se esfumó al notar mi enfado—. ¡Nunca jamás vuelvas a decir o hacer esto! ¿Me estás escuchando? —grité furiosa.
    —Marta... —me susurró.
    —No. —Mis ojos se empañaron por las lágrimas—. ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer y de decir? Has estado a punto de quitarte la vida y de arruinar la de tus padres y la mía.
    —Amor...
    —¡No! Cállate. —Sentía la mirada de sus padres mientras le decía todo aquello, ni siquiera se movieron del sitio, era la primera vez que me veían tan enfadada. 
    Poco a poco me acerqué a los pies de la cama, agarré con fuerza los barrotes y cerré mis ojos con fuerza dejando escapar las lágrimas y la rabia por toda la situación. Tras unos minutos en silencio pude mirarla a la cara, aunque muy decepcionada por su actitud.
    —Tienes toda la vida por delante, Celia. Unos padres que te quieren y te adoran, una familia maravillosa. No quiero que vuelvas a hacer algo parecido, ni siquiera quiero que lo pienses. —Asintió—. No me voy a ir —Sus ojos brillaron—, pero quiero algo a cambio.
    —Lo que quieras —me contestó. Miré a sus padres.
    —Primeramente, nunca jamás volverás a hacer algo así. Siempre que haya algún problema, lo solucionaremos hablando. Todos —aclaré, mirando a María—. No voy a permitir que suceda algo similar. Y segundo, es hora de que hables con tus padres, creo que tienen una conversación pendiente, tienen derecho a saber la verdad. Ya saben y son conscientes de lo que yo siento, es hora de que pongas las cartas sobre la mesa. Sé que es una situación que ninguno esperábamos, y yo me incluyo, pero ha pasado. No puedo seguir ocultando lo que siento por ella y mucho menos puedo seguir adelante sin que todos hablemos. Bastante hemos sufrido ya, y eso se ha acabado. 
    —Está bien —habló Celia después de unos segundos de reflexión—. Tienes razón. 
    Miré a María. Me agradeció con la mirada lo que había hecho. Sabía que Celia estaba muy esquiva con ella, y esto la ayudaría. Al terminar de hablar mi cuerpo soltó y eliminó toda aquella tensión. Empecé a llorar, así que me aparté y quedé apoyada en la ventana. María se acercó y me abrazó.
    —Lo siento. Lo siento muchísimo.
    —Más lo siento yo, de verdad, no quería que ocurriera nada de esto. 
    —Solo hay una culpable, y soy yo. —Nos miró a todos—. Lo siento muchísimo, hija, ahora entiendo que el amor que sienten la una por la otra es el mismo que siento yo por tu padre. —Él sonrió—. Espero que todos puedan perdonarme, me he comportado como una idiota. Eres lo más importante que tengo en la vida —dijo acercándose a Celia—, tienes todo el derecho y libertad de elegir a la persona que quieras y compartir tu vida con ella. —En ese momento volvió a mirarme—. Ahora sé que no has podido escoger mejor.
    —Estoy totalmente de acuerdo —añadió Víctor.
    —Yo también quiero disculparme —siguió Celia—. Siento mucho todo lo ocurrido, lo mal que te hablé antes, mamá, me he comportado como una niña. Marta tiene razón, los problemas no se solucionan así. 
    —Tranquila, mi niña, todo se va a solucionar. Todo está bien.
—Vamos fuera —susurró Víctor a María al ver cómo miraba a Celia desde la ventana. Ella asintió y se marcharon para dejarnos a solas unos minutos.
    —¿No vas a acercarte? —preguntó Celia tras un par de minutos en silencio.
    —Estoy muy enfadada. Más que enfadada, disgustada. No me esperaba algo así de ti. —Agachó la mirada.
    —Lo siento, Marta. No sé qué me pasó.
    —¿Te has parado a pensar en todo lo que habrías provocado si llegas a...? —Ni siquiera pude terminar la pregunta—. ¿Sabes lo mal que lo he pasado pensando que te había perdido? No habría podido vivir con esto sobre mi conciencia, Celia .
—Me he comportado como una estúpida. Lo sé y lo siento —dijo llorando—. No sé cómo voy a arreglar todo esto. 
    —Descansando. Hablando con tu médico y con tu psicólogo. Y apoyándote en las personas que te queremos. —Ella asintió al escucharme.
    —Por favor, acércate, te necesito. —Estiró su mano mientras decía aquello. Poco a poco me fui acercando hasta que nuestras manos se entrelazaron—. Perdóname. 
    —Prométeme que te vas a dejar cuidar y que vas a trabajar para que nada de esto vuelva a suceder.
    —Te lo prometo.
    Poco a poco se incorporó, agarrada a mi brazo, me senté a su lado y nos abrazamos. Un abrazo que significó todo para las dos. Se separó lo suficiente para mirarnos a los ojos.
    —He sido una auténtica niñata. —No pude evitar sonreír.
    —Eres una niñata, pero eres mí niñata —respondí.
    Celia sonrió avergonzada al escucharme, sus mejillas volvieron a tornarse de un rojo pasión. Y yo, incapaz de aguantar más, me lancé a sus labios. Necesitaba sentirla, quería decirle que me tendría ahí para siempre, que tendría unos brazos que la acogerían cada noche antes de dormir y un hombro donde llorar cuando lo necesitase. El contacto de sus labios contra los míos fue suave al principio, pero, poco a poco, ese ímpetu juvenil buscaba más y aumentó la presión y la rapidez de los besos, incluso agarró mi cuello para que no pudiera separarme. Sentía cómo quería más, había olvidado completamente el lugar donde se encontraba. Me separé después de unos segundos.
    —Deberías frenarte un poco —dije acariciando suavemente sus labios.
    —No puedo —susurró, haciéndome reír.
    —Tendrás que hacer un poder.
    —Está bien. —Suspiró—. Pero dame otro beso.
    Esos ojos marrones y esa mirada me tenían atrapada. Tenía que aprender a gestionarlo, pero de momento me dejaría llevar. Me acerqué de nuevo a ella y la besé. Aunque, a los pocos segundos, fue ella la que se separó, mirando justo por encima de mi hombro. Miré hacia atrás y no pude evitar sonreír al ver la cara de sus padres. Una pillada en toda regla.

Marcelia: 2 Generaciones de Amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora