Contrarreloj

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No recordaba mi sueño, pero me dejó agotado. A juzgar por cómo estaba mi habitación, con las almohadas y sábanas por el suelo, no fue un sueño tranquilo. Todas las mañanas al levantarme, trataba de recordar, pero, la verdad era que no estaba seguro que en realidad quiera hacerlo.

Me quedé mirando el techo por unos segundos hasta que de pronto la realidad me golpeó en la cara como una pelota de fútbol a un mal arquero: ¡La hora! Tomé el celular de la mesita de luz, antes de que se prendiera la pantalla. Logré ver mi cabello rubio enmarañado de recién despertado y mis ojos celestes con las pupilas dilatadas. No sabía si lucían así por lo denso de mi sueño o por el temor de llegar tarde, otra vez. La pantalla del celular se encendió y si, obviamente este será otro año que llego tarde desde el primer día, para no perder la costumbre.

Dejé atrás mi desordenada cama, con la sábana colgada de la cabecera de la cama arrastrándose hasta la mitad de la habitación. Traté de ponerme los pantalones del uniforme y fui por el pasillo hacia la cocina, aun sosteniéndome por las paredes, pues, parece que todavía no me desperté en un cien por ciento. Abrí el refrigerador y busqué el jugo de naranja, tomé el cartón y estaba vacío.

– ¡Papá! ¿Dónde está el jugo de naranja? – grité para que me oiga desde su habitación, no obtuve respuesta por lo que fui a ver a su cuarto a paso apurado con mis pies aún descalzos y al llegar a la puerta confirmé mis sospechas: Papá no estaba en su habitación.

Enojado, fui a la parte trasera de la casa, a la pequeña sala de estudios, donde guardamos los innumerables libros de papá, que incluían desde los textos más complejos de química y termodinámica hasta los libros de geografía y mitología que pertenecían a mamá. Era un lindo lugar, con pisos color marfil brillante y por las paredes un alto zócalo de madera que llegaba hasta más o menos un metro y terminaba en una pequeña elevación torneada. Sería mucho más linda si estuviera arreglada, pero ni papá, ni yo, éramos conocidos por nuestras dotes de orden. En medio de la sala había una hermosa mesa ovalada, hecha de madera y sillas de época, madera maciza y pesada, como ya no las hacen. Serían perfectas para estudiar si no estuviera llena de hojas de papel escritas con garabatos y libros desordenados. A pesar de toda esa observación que hice en mi cabeza describiendo las sillas, por supuesto, golpeé mi dedo pequeño del pie por una de ellas, porque observador siempre, pero distraído también. Salté en un pie y maldije un poco para ser más resistente al dolor, pues así lo leí en un artículo científico. Llegué con saltitos y pasos doloridos al otro lado de la salita, donde la pared estaba ligeramente inclinada. Si, la salita de estudios tenía una falsa pared, apenas distinguible si lo miras muy, muy de cerca, papá lo construyó para mantener sus posesiones más valiosas inaccesibles a la inseguridad de nuestro barrio, pero claro, eso no funcionará si papá deja la puerta-pared a medio abrir como lo hizo ahora. Empujé la puerta que me lleva a la escalera de ladrillo que conduce al laboratorio secreto de papá.

– ¡Papá! – le grité enojado.

– ¡Roy! ¿Qué haces despierto a esta hora? mañana tenés clases. – por lo que noté el no percibió mi enojo.

– ¡Ya es mañana papá! – continué gritando enojado.

– Son las... – mira su reloj, que permanece pegado a su muñeca, pero, con la cara del reloj del lado palmar en lugar del dorso de la muñeca – oh... si ya es mañana... – Por fin, pareció entender mi voz de enojo y terminó de subir las escaleras, mostrando una sonrisa que decía más "perdón" que denotando alegría.

– ¡Papá, sos un hombre de ciencia, sabes que trabajar así te va a enfermar! – insistí, mientras el sacudía su guardapolvo sucio.

– Si, si, pero sabes cómo me emociono a veces– con una sonrisa pícara.

– Sí, pero a mí me emociona más tener un papá sano. ¿Dónde está el jugo de naranja?

– En mueble de la derecha, abajo. – Dijo, acercándose a mí y dándome un beso en la frente.

– Gracias, papá.

Por primera vez en el día, a pesar de lo apurado que estaba, bajé un poco la velocidad y me tomé el tiempo de abrazarlo. Al hacerlo, el olor a azufre de su guardapolvo inundó mis vías nasales, pero no importaba, lo abracé. Éramos muy parecidos, ambos con estatura mediana-alta, de pelo rubio y cara cuadrada. La diferencia principal entre nosotros, (porque a veces también papá se comportaba como un adolescente) radicaba en nuestros ojos, pues los de él eran ojos más azules, los míos tendían más al celeste-gris, aunque no siempre hubo esa diferencia.

Mi papá era un increíble biólogo molecular con maestría en farmacología. Trabajaba como docente en varias universidades en Asunción y tenía sus investigaciones propias en su laboratorio "oculto". Casi siempre la puerta estaba medio abierta, a veces, liberaba gases de colores extraños y una vez tuvimos que evacuar la casa hasta que pasó el efecto tóxico. No han descubierto el laboratorio secreto propio de las películas de ciencia ficción, solo porque nadie nos visitaba. Cuando era muy niño, vivía en la ciudad de San Pedro con mamá y papá, los pocos que nos conocían quedaron allí y mi papá se volvió muy antisocial porque, bueno, pasaron cosas.

Con la pisada todavía chueca por el dolor en el meñique, fui a la cocina, me siguió papá. El jugo estaba exactamente donde dijo, serví uno de los vasos de vidrio que estaban con las vajillas limpias. Me concentré en el vaso y de mi mano salió un vapor frío, lo que permitió que el jugo se enfríe también. Extendí el brazo y se lo di a papá.

– No, gracias – responde.

Con la cabeza hacia abajo, elevé la mirada hacia sus ojos, como gesto de desaprobación, el entendió que no me gustó la respuesta.

– O mejor, pensándolo bien, sí, tengo sed. – Dando una sonrisa, con el humor que a él le caracteriza. – Pensé que no te gustaban usar tus poderes.

– Me gusta menos que no desayunes. – Tomé otro vaso de jugo, esta vez, no lo enfrié, di un sorbo del mismo y luego doy una pausa. – y no son poderes.

Rápidamente, tomé todo el jugo.

– Por supuesto, perdón, efectos colaterales.

Me abotoné la camisa, la re-abotoné otra vez, pero esta vez bien. Tomé la corbata de la mesa y la guardé en el bolsillo, estaba orgulloso de mi mismo porque no me olvidé de la corbata.

– ¿No querés que te lleve? – Dijo papá tomándose el jugo, mientras me peino con las manos en el reflejo de la ventana.

La verdad es que eso me ahorraría mucho tiempo, en camioneta llegaría en cinco minutos, caminando llego en veinte. Pero quiero evitar subir a esa camioneta a todo lo posible. Además, qué pena que estando en último año tu papá te siga llevando al colegio.

– No, gracias papá, voy solo. Mejor prepárate un sándwich, de seguro tampoco cenaste anoche. – salí corriendo de la casa.

– Ok, pero para aclarar, ¡yo soy el papá en esta casa! – tomó un sorbo del vaso e hizo otra pausa para exclamar - ¡mira los dos lados antes de cruzar! –salí arrastrando mi mochila de cuero y campera marrón óxido.

RoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora