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Siempre pensé que era fuerte, que había sido dotado con la valentía de mil soldados y la moral del que reina ahí arriba. Solía creer que el resto del mundo era débil. Tan débil como una madre marcada por las manos de un marido egoísta que se alimenta de su vida para sobrevivir. Tan débil como ese mismo hombre, el cual se esconde tras un muro que ha construído el mismo.

Tan débil como una hermana que se quita la vida.

Y es que nunca nadie fue tan frágil como ella. Un grito bastaba para mandarla a esa esquina de su habitación en la que se escondía durante horas incluso cuando la ira de nuestro padre no llevaba su nombre. Tan aterrada que durante la cena no se atrevía a apartar la vista del plato frente a ella. Vestía una pena tan amarga que me revolvía el estómago y un olor a lástima que siempre me dio asco. Porque, si yo podía vivir en ese caos, ¿por qué ella no? Si yo podía ignorar el llanto de la mujer que solía ser nuestra madre y dar la bienvenida a nuestro padre con una sonrisa de oreja a oreja, ¿por qué ella no?

¿Por qué tenía que ser tan debil?

Bastaba una bofetada de aquella sombra que nos horrorizaba para tirarla al suelo, para que se arrastrara hacia él pidiendo una pizca de piedad, aferrándose a sus tobillos presa de un temblor nervioso. ¿Por qué no podía aguantar la compostura? ¿Acaso no entendía que él se alimentaba de esa desesperación? ¿De sus gritos de ayuda? Y así empezaba. Como si él jamás quisiera detenerse. Un hombre adicto al miedo y una niña que aún no podía conciliar el sueño en plena oscuridad. ¿Cómo habría podido quedarme quieto?

Si ella era tan frágil.

Siempre me tocaba a mí mostrar esa valentía de mil soldados de la que os he hablado. Salvarla. Plantarla cara a la razón por la que me fallaban las piernas. Ayudarla a levantarse y ordenarle que se fuera a su cuarto, para que así no tuviera que verme.

Para que nadie me viera.

Pasaba día y noche fingiendo el coraje que al resto del mundo le faltaba, maldiciendo a los demás por ser tan débiles. Manteniéndome en pie por aquellos que no podían. Cuidando a dos almas perdidas que me regalaban lágrimas de gratitud y promesas vacías de un mejor mañana que aún no ha llegado.

¿Por qué me había tocado a mí ser fuerte?

Yo era el hermano pequeño. El hijo pequeño. El niñato que aún contaba con los dedos y corría hacia la cama después de apagar la luz para que no me pillaran los monstruos que se escondían en mi armario, sin saber que mi mayor miedo dormía al final del pasillo.

¿Por qué no me protegían a mí?

Tantas noches me dediqué a rogarle de rodillas al cielo que apaciguara este fuego, o al menos que mandara una mano amable que me guiara a través de las llamas. Alguien que me secara las lágrimas e intentara detener a mi padre cuando levantara la voz. Y cuando pensaba que Dios tardaba ya demasiado en ayudarme, en mandar a algún caballero sin blanca ni mancha, la conocí. Y justo ahí descubrí lo débil que era en realidad. Quince años y enamorado hasta las trancas. Queriendo comerme el mundo entero sin saber que el mundo estaba más hambriento que yo. ¿Qué nos ha pasado? ¿En qué nos hemos convertido? Si la quería tanto que me dolía no ver su cara, ¿cómo puede ser que ahora me duela tenerla delante? ¿Por qué me alejé de ella esta mañana? Si hubo un tiempo en el que me aterraba soltar su mano y dejar su sombra atrás.

Si yo tanto, tanto la quería.

¿Y por qué os cuento esto? Pues porque el alcohol me nubla el sentido, sin embargo, no lo bastante para calmar el fuego que arde en mi mente.

Algo de heroína ayudaría.

El calor en el vapor del agua de la ducha comienza a marearme. Me apoyo contra la pared frente a mí con ambas manos, dejando caer la cabeza para que así las gotas caigan sobre mi espalda.

Si estás leyendo esto, perdóname.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora