Capítulo 1

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Es bien sabido que todo cuento comienza con un "había una vez", pero éste comienza con un pequeño rumor y algo de magia. Y es que, dice una antigua tradición que si colocas un Cascanueces bajo el árbol de navidad será el guardián de las historias de tu infancia. Dale una nuez y él abrirá un cuento... y yo soy testigo de su leyenda.

Cuando era un niño, de apenas seis años, mi padre, el entonces gran Duque de Granchester, me llevó en un viaje a un lejano y desconocido país. Siendo aquella ocasión la única travesía que realizaríamos solo, él y yo.

El intenso frío de aquel lugar parecía ir acorde a mis sentimientos, la fuerte tormenta de nieve ocultaba el rostro herido de un hijo que acababa de ser separado de su madre y que desconocía si algún día la volvería a ver.

Caminaba de la mano de mi padre tratando de seguir sus largos pasos entre aquellas desconocidas y amplias plazas, donde la nieve cubría los caminos, y en cada pisada hundía mis pensamientos.

Las fuertes nevadas eran una ilusión muy diferente al fervor que albergaban las asambleas y bailes de la corte, en una de las cuales mi padre fue uno de los invitados de honor. Aquellas congregaciones aristocráticas se llevaban acabo en magníficos salones iluminados con cientos de velas en candelabros de cristal, que flotaban como telarañas de la más fina joyería, alumbrando a los asistentes que bailaban al ritmo de relampagueantes mazurkas rusas.

El Palacio de Invierno de San Petersburgo hacía ver como un simple alfil al castillo de Buckingham a su lado. Los bailes de la corte generalmente se llevaban acabo en dicha ciudad y comenzaban en las fiestas decembrinas, aunque, eran más un deber social para los aristócratas que una diversión. Todos ellos disfrutando una velada que escondía negociaciones sociales, de poder, de matrimonio, escondidas bajo las grandes crinolinas de colores de todas las damas que volaban al bailar, entre joyas, medallas y títulos de los considerados nobles.
A todas las familias que asistían, desde funcionarios civiles hasta nobles extranjeros, como lo era mi padre, podían ser acompañados de sus esposas e hijos. Yo era el niño de mirada sombría y carácter gruñón en contraste con la de mis pares que jugaban y reían en un salón apartado de la barahúnda de las fiestas de adultos.
Recuerdo que escapé del área designada para los de mi edad en un momento de descuido de las niñeras, ¿qué otra cosa podía hacer si ni siquiera entendía su idioma? simplemente abrí la puerta y corrí entre los infinitos pasillos de alfombra roja y barandales dorados. Guiándome por el compas de la música, me infiltré entre el bullicio, gateando bajo las faldas de las damas que con un moderado estupor gritaron cuando sintieron una oleada de viento al pasar debajo de ellas. Miraba todo aquello mientras me escondía bajo una de las mesas que albergaba todo tipo de festín, carnes, vinos, postres, todo tamaño de postres de los más vividos colores y sabores, y sin ninguna invitación tome uno para disfrutar aquel espectáculo tras las bambalinas de un mantel. Todo aquello no era más que reflejo de la grandeza y el poder de la Rusia Imperial.
Pero mi suerte no duró tanto, y algunos valses después fui descubierto por uno de los mayordomos y fui llevado de arrastras de nuevo a la aburrida guardería.
Ignorando los juegos que me rodeaban fui directo a asomarme uno de los grandes ventanales, entre el obscuro de la noche solo pude atisbar  a un niño de mirada triste y solitaria que se encontraba al exterior parado en la nieve, como si no le importara el frío, hasta que descubrí en sus ojos que era mi propio reflejo. No podía apartarme de la ventana. Reproducía una y otra vez en mi mente la misma escena, donde mi madre totalmente desconsolada corría tras el barco gritando mi nombre, e implorando mi perdón...

Irónicamente por esa ventana también podía ver e identificarme con esa otra Rusia hostil que algún día condenaría aquella aristocracia que vivía encerrada en bailes dejando al mundo exterior a su suerte.

Después de la revolución, supongo, hoy solo quedan sombras de aquellos días de esplendor en una tierra que algún día fue gobernada por Zares.

Entonces sucedido algo inesperado, en la víspera de Nochebuena mi padre compadeciéndose del aburrimiento de su pobre enclenque, dijo que me llevaría a un espectáculo apropiado para mi edad, no pude haber estado menos entusiasmado con su proposición, si no entendía a los demás niños, qué iba yo a entender de un entretenimiento que sonaba tan formal.

El Cascanueces de Broadway Donde viven las historias. Descúbrelo ahora