Capítulo 8

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Con un aire de furia, la joven Ardlay, irrumpió las puertas del café Bergerac, localizó rápidamente a su presa a la distancia, localizando sentando en la barra, concentrado en su escritura.

—¡Tú! —emitió la dama con gesto a disgusto, señalando al escritor.

Ernest, su antiguo compañero de guerra, al verla caminar con tremenda fiereza directamente hacia él, soltó de inmediato la pluma, advirtiendo lo que sucedería cuando ella levantó su mano al aire. Encogió todo su cuerpo esperando una bofetada de parte de la elegante dama de rojo, como consecuencia de haber sido partícipe al engañarla unas noches atrás. Apretó sus ojos para aminorar el impacto que estaba por recibir en su cara. Y no estaba equivocado, las manos de la joven fueron directo a su rostro, aunque no de la forma que esperaba. Ella lo sujetó de sus mejillas y apretó sus labios contra los de él. Los ojos del veterano se abrieron sorprendidos ante la extraña muestra de afecto de la joven. Candy, lo liberó rápidamente y en su sonrisa entendió que era su única y especial manera de agradecerle por reunirla con su Narciso.

—¡No hay de que Narcisa! —contestó con humor al momento de ser liberado—. Lograste engañarme por un momento.

—Si creen que solo ustedes dos pueden actuar, están equivocados. —dijo con orgullo al cruzarse de brazos.

—Me da gusto por ustedes, alguien en éste mundo merece una buena historia de amor. Eso de la felicidad es la cosa más rara que conozco en la gente inteligente.

—A veces salen palabras de tu boca que deberían estar en una novela.

—Solo son palabras honestas...Hablando del Rey de Roma, allí viene tu Cascanueces.

Habían pasado tan solo unas horas que Terry había abandonado la habitación de Candy al filo de la madrugada, desapareciendo a la sombra de su balcón con la promesa de encontrarse al medio día en el Bergerac para dar los últimos retoques que los ayudarían hablar con la familia Ardlay, en específico con el destacado Tío Abuelo.

Candice estaba dispuesta a acatar las condiciones que Albert estableciera para poder estar junto a su amado, sabía que no sería un tema fácil de afrontar para varios de sus familiares ante el intempestivo regreso de Terence a su vida, pero esta vez no permitiría que nada los volviera a separar, tal como se lo prometieron tantas veces la noche anterior.

—Hola extraña. —dijo un reluciente y arreglado joven, su rostro demostraba una frescura que ocultaba cualquier atisbo de desvelo en sus ojos.

Los rebeldes de Saint Paul sabían que estaban en un terreno amistoso, después de todo en ese lugar se había fraguado el plan para su reencuentro. A los ojos de desconocidos, del mismo Hemingway y de las plumas de la trinchera, que ayudaron a reescribir la historia de amor de Terry. Se besaron, enardeciendo a la multitud que vitoreó su querer con chiflidos, aplausos y ensordecedores golpes en las mesas de madera, que lejos de avergonzarlos dibujó una sonrisa en sus rostros. Agradecido, el gran Terence Graham, hizo una reverencia ante su público con mayor gratitud que al final de cualquier función.

Antes de partir con los Ardlay, Terry, sabía que debía pagar la deuda que lo había llevado a ese momento de ovación y darle al verdadero Cyrano, la recompensa que había prometido.

—Supongo que nada de esto hubiera pasado sin ti. Aquí tienes mi declaratoria donde te autorizo contar sobre quien soy o mejor dicho fui. —externó complaciente, tomó un sobre dentro del bolso de su saco, el cual entregó a Ernest.

El escritor bajó la mirada al sobre y lo arrebató de la mano de Terence, solo para romperlo en varios pedazos.

—Sabes, estuve rectificando sobre tu historia y no me interesa escribir más ese tipo de notas. Así que tu secreto está a salvo conmigo. —dijo con desgano—. Además admiro mucho a tu madre y darían con su identidad rápidamente, no pienso dañar así a una dama. Así que.. ¡salud por la mejor Medea que he visto en un escenario!

El Cascanueces de Broadway Donde viven las historias. Descúbrelo ahora