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En menos tiempo de lo que pude procesar todo lo que estaba pasando, ya tenía las maletas en mi habitación amontonadas en una esquina. Todo mi cuarto se había vaciado y tan solo quedaban los muebles casi vacíos y pósters viejos en las paredes. Mi mirada se pasaba por todos los rincones, cada pequeño milímetro me daba un recuerdo de mi infancia, la cual no estaba tan lejana; tan solo tenía quince años.

A esta edad debería haber estado yendo a la escuela y divirtiéndome con mis inexistentes amigos, pasando mi tiempo con mi familia y tal vez ir pensando a qué universidad ir. Pero no, estaba analizando el cómo no morir en un torneo de vida o muerte, al cual seguramente ni siquiera llegaría, porque los hijos de Ares me iban a matar antes de poner un pie en el Olimpo.

No fue hasta ese momento en el que me quede con la vista perdida en una de mis maletas, que realmente empecé a considerar seriamente la situación en la que estaba; debería haber alrededor de unos treinta hijos de dioses hoy en día, y estadísticamente yo tengo una mínima posibilidad de ganar, los hijos de Ares o Zeus podrían liquidarme en menos de cinco minutos... O segundos. Podría ser hijo de un dios primario, pero simplemente parezco una calaca con piel, por eso siempre se burlaban de mi en la secundaria; aunque realmente todo el tiempo encuentran algo para burlarse de los más débiles.

Y yo soy débil.

—Persedes.

Salí rápidamente de mis pensamientos al oír la voz calma de mi padre, volteé la cabeza y ví a papá, quien estaba parado en el marco de la puerta con un gesto de preocupación y con más palidez de lo usual. Pasé saliva y di un suspiro largo a la vez que mi padre pasaba frente a mí y procedía a sentarse a mi lado en la cama. Después de tomar asiento, ambos permanecimos en silencio sepulcral, apenas nuestras respiraciones se oían.

—Se que nuestra decisión te pudo resultar precipitada. —empezó a decir él, yo puse mi mirada cansada en él y fruncí levemente mi labio. —Sabemos que estas asustado, y que tal vez no entiendes por qué tomamos la decisión que tomamos; pero tienes que entender que solo lo estamos haciendo por tu bien.

Arrugue el gesto, intentando comprender, pero era muy joven y tonto.

—No queremos perderte como a tu hermana. —deje de fruncir el gesto al oír eso. —Tu madre, tu abuela y yo te amamos más que a nada en este universo; cuando naciste nos prometimos cuidarte a cualquier costa, pero esta vez solo podemos prepararte para que te defiendas a ti mismo, y confiamos en que puedes hacerlo. —volteé la vista cuando leves rastros de lágrimas se aparecieron al borde de mis ojos. —Debes perdonarme, jamás desee esto para ti; jamás te desearía el mal, eres mi hijo y mi sangre...

En unos segundos, sentí los brazos de mi padre rodearme y apretujarme con fuerza hacia él.

—Los padres no somos perfectos, ni siquiera los dioses, pero solo quiero que sepas que, a pesar de mi debilidad, te amo más que a nada. Y he intentado lo mejor para ser al menos lo que merecías de un padre; sin embargo, hay algunas cosas que están fuera de mi alcance.

Cerré los ojos al momento de terminar sus palabras, dejando unas lágrimas caer por mis mejillas; luego deje caer mi cabeza en el pecho de papá, y él alzo la mano para acariciar mis cabellos.

—Te amamos, nunca olvides eso.

A cualquier hijo le cuesta entender a sus padres. Cuando eres un niño sueles pensar que tus padres son perfectos, siempre toman las mejores decisiones y son invencibles; pero conforme creces, te das cuenta de que nadie es perfecto, ni siquiera ellos, tampoco toman las mejores decisiones y mucho menos son invencibles. Ellos también tienen miedo, sufren, dudan, también se agobian y lloran; son personas como todos los demás, y mis padres podrían ser dioses, pero también sienten.

Persedes y el torneo de diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora