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La selva de las amazonas. Un paraíso tropical… si ignoras los insectos del tamaño de tu cabeza y las cazadoras de Artemisa que están tratando de atraparte como si fueras el conejo de la cena. ¿Quién me manda meterme en esto? Ah, sí. Los estúpidos dioses.

Yo ya dudaba de mi mismo desde el principio, y sabiendo que las cazadoras eran más grandes que yo era el doble de preocupación, y la situación no mejoraba con ese ciempiés gigante que me miró mal hace un rato.

—¿Y si cazamos algo de comer? Ya no quiero seguir comiendo mango y plátanos.—oí decir a Sam mientras todos estábamos hechos bola casi como un nido de ave, intentando mantener calor sin la necesidad de encender una fogata y que las cazadoras supieran exactamente en donde estábamos.

La primera vez que las vi fue en las horas iniciales de la prueba, tuvimos que huir de solo una y alguien terminó con una flecha atravesada en su mochila. Desde ahí vimos varias y lo más notable de todas ellas era que no lucían de más de veinte años, todas vestían con armaduras de plata con una luna de perlas adornando el pecho del metal, todas eran de diferentes lugares, claro estaba; pero eran grandes, fuertes y daban mucho miedo.

—No lo creo Sam, salir ahí afuera es muy peligroso para ti.—negó Abigail quien abrazaba su hermanito, y a su consiguiente Héctor la abrazaba a ella como si fueran una muñeca rusa.—Las cazadoras odian a los hombres, a ti te van a atravesar con una flecha con más afección.

Yo me acomodé en brazos de Niko, bostecé pegado a su pecho y sentado entre sus piernas, él bajo su rostro al hueco de mi cuello y volvió a cerrar los ojos para descansar; extendí una mano para alcanzar la cobija de Atelea que estaba acostada en mi regazo y la cubrí mejor para que descansará cálidamente.

—Pero entonces ¿Qué se supone que vamos a comer? No somos Tántalo para pensar en cocinar a los demás.—quejó Sam.

—Si nos vamos a comer entre nosotros propongo que asemos primero a Nikoles.—sugirió Herefrostas, Niko a mi hombro alzó la cabeza.—Tiene más carne.

—Intentalo y vas a estar amarrado en un palo sobre la fogata antes de que digas mi nombre de nuevo.—respondió Niko con usual molestia.

Alcé la cabeza al cielo nocturno que se elevaba por sobre las copas de los árboles, un momento de breve tranquilidad llegó a mi y dejé caer mi cabeza al hombro de Niko, a los segundos él también volteó hacia arriba y se quedó en silencio conmigo apreciando la belleza de la naturaleza, que si, a veces asustaba, pero era hermosa.

—El cielo se ve bien hoy.—oí decir a Niko.—Pero no tanto como tú.

Dejé salir una risa leve al oírlo, volteé la cabeza para encontrarme con su rostro frente al mío, observándome de la manera más linda que jamás podría imaginar.

—Me encanta cuando hablas así.

—¡Ay por dios, ya dejen de coquetear! ¡Me dan náuseas!—dejé mi burbuja con el quejido de Samuel, noté su mueca de asco y no pude evitar reírme.—Que asco compartir babas.

—Eres muy pequeño para entenderlo Samu, déjalos ser.—regaño Héctor.—Tal vez algún día lo entiendas.

—Que asco.—repitió Sam, solo para que otros niños más apoyaran su idea de que besarse era asqueroso.

Sonreí al oírlos, era agradable verlos, a veces se me olvidaba que solo eran niños, pero cuando era capaz de recordarlo, me ponía algo sensible.

Dejé de pensar demasiado en los niños cuando Niko tomó una de mis manos, sus dedos recorrieron el torso de ella. Un gesto extremadamente sútil que tenía un efecto demasiado fuerte en mi.

Persedes y el torneo de diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora