Capítulo 7: Azulina; Aethra

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La luz del sol entraba por el visillo de las cortinas flameantes al arco del balcón, iluminando el cuarto de la antigua reina, Aethra se observaba al espejo con el cabello oscuro descubierto sin ojos que la vieran. Ella con sus frágiles manos lo acarició como si fuera uno de sus mayores tesoros recordando lo que significó en su pasado, un símbolo de princesa, reina y madre, gema de la belleza que ahora debía cubrirlo con un velo oscuro. Ese paño le generaba una vista muy distinta a como se veía antes de la muerte de su esposo, ahora se reflejaba en ella, luto, pena y dolor, sin embargo, debía mantenerse fuerte para sus hijos, quienes no estaban preparados para el mundo hostil que ella conocía.

De a poco, tomó las pulseras metálicas y plateadas sobre el mesón, y comenzó a colocárselas en los brazos condecorándose como si fuera una guerrera preparándose para la batalla, luego se colocó sus anillos dorados en sus delgados dedos, a los pies del espejo tenía un amplio collar de perlas azules unidas por oro como una manta que la cubriría, tomó las dos puntas y lo unió por detrás de su cuello, protegiendo desde sus clavículas hasta la altura de sus senos, por último observó piezas doradas extrañas a sus rutinarias mañanas, lo que sella la pérdida de su amado, como cabello dorado se colocó las piezas sobre el velo sujetándolo contra el viento que entraba por el balcón. Se observó al espejo y notó sus ojos cansados, como si necesitaran horas para descansar.

 Desde una esquina sacó un recipiente con polvo esmeralda y con un paño lo retocó llevándolo a sus párpados iluminándolo con esos tonos, después con una pintura oscura y junto a una pequeña pluma blanca la ungió y delineó sus ojos mostrándose al fin como la mujer firme y fuerte que era, recalcando su belleza de pies a cabeza. Se levantó del banco y recogió su vestido blanco que se cubría por un largo velo oscuro, desde lejos volvió a inspeccionarse, las joyas, sus ojos volvían a iluminarse y ella parecía ser la misma mujer de antes, una reina.

Antes de salir miró de reojo una carta que ella había abierto en ausencia de su hijo indispuesto el día de ayer, el mensaje del rey Laertas que se dirigía a Azulina, algo que para ella no significaba algo bueno, menos aun sabiendo los arreglos que había hecho con su difunto esposo.

Salió del cuarto y caminó por los iluminados pasillos, el viento refrescaba los acalorados cuerpos que residían en la ciudad, el mar se oía a las afueras junto a los cantos de las aves y el ruido de la ciudad. Azulina volvía a ser como antes.

Sin embargo, dos cosas ahora disgustaban a Aethra, la oferta de la princesa Zuleida y la pronta llegada del rey Laertas junto a sus hijas con la misma intención. Ambas propuestas traían amenazas, por un lado, Zuleida era mayor que Radamés y probablemente podría manipularlo por su joven inocencia, y por el otro, las princesas Arce de la vieja Aspirel eran una visible amenaza para ellos y el reino. Meses atrás su esposo había dado su apoyo en la guerra, ella nunca lo hizo entender de que era un peligro estar involucrados ahí, lo presentía y al parecer esa desconfianza finalmente había tocado puertas en ese castillo, por eso mismo, había ordenado a uno de sus amigos cercanos investigar la real causa de la muerte de su esposo.

-Majestad- interrumpió una de sus doncellas.

-Ángela- respondió Aethra girándose hacia ella.

 -Os esperamos para la visita del orfanato- comentó.

-Para allá me dirigía-.

La mirada de su sirvienta parecía distinta, como si sintiera pena por ella, algo poco admirable para Aethra que siempre fue un ejemplo a seguir. Al parecer aquel velo sobre su cabello era un mal augurio.

 Bajando las escaleras varios pilares con enredaderas sujetaban el castillo reluciente, las distribuciones arquitectónicas eran únicas en comparación a otros lugares, amplios pasillos levantados con pilares a sus lados con arcos cada cierto metro levantando cúpulas sobre ellos, siendo una de las más grandes la de la cámara real.

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