* 1 *

28 7 0
                                    


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


A veces siento un temblor al tomar una pluma y respirar el aroma de la tinta. Me aterra embriagarme de creatividad y, aún más, empezar a escribir. No es que considere perniciosas mis palabras, pero sé que pueden ser excesivamente sinceras. No existe ardid alguno para ocultarle al papel todas las formas en las que pienso en usted.

La Dama de los Colores


Aquel libro de poco más de ciento cincuenta páginas, contaba una historia: un hombre cansado de su mujer moribunda decide sucumbir ante sus deseos más pasionales y carnales.

El hombre, que se las daba de escritor bochornoso, se acostó con una muchachita mucho más joven, de singular belleza y nombre. Podría ser una historia inventada o un chisme tan aburrido que nadie le habría dado importancia, pero la verdad era que todo caballero y dama de North-Rhode conocían su identidad y la de la señorita. Las mujeres se reían detrás de los abanicos, cuchicheando toda similitud de la historia con cierto escritor célebre de la calle Haider. Los hombres, por su parte, tenían otras cuestiones en la cabeza, otros detalles que les gustaría corroborar.

Sin embargo, todos sabían que aquella historia era real, o al menos tenía suficientes coincidencias para sospechar que lo era.

Y Thaliard Quince, sentado en el alfeizar de su recámara, miraba con preocupación a todos los lectores de su nueva obra. El libro se publicó hacía unos cuantos días, y ya podía contar con una segunda edición. «Se vendió como pan caliente» dijo Kingsley mientras le enseñaba un papel con cuentas. Thaliard nunca había sido de números, sino de escándalos. Desde pequeño tuvo una lengua afilada, siempre con un sarcasmo tan pedante que podía desarmar a una señora chismosa del centro de la ciudad, y con una imaginación tan retorcida que cualquier cosa que escribiera se repartía en la boca de todos. Pero, si tuviera que ser sincero, él decía lo que otros muchos ya pensaban. De hecho, Thaliard solo se encargaba de dejarlo por escrito, quienes hacían la magia eran los hombres y mujeres aburridos de su matrimonio.

Levantó de nuevo la carta y sintió como el corazón se le estrujaba. La había leído, una y otra vez, la noche anterior y aquella mañana, detallando cada floritura que tenía la letra. Podía leer entrelíneas, por supuesto, y eso era lo que más lo descolocaba. «¿Crees que puedes decir la verdad?», preguntó aquella noche. Y lo cierto era que Thaliard no habría sido capaz. ¿Acaso ya no tenía suficiente vergüenza? Adriana a duras penas podía mantener la frente en alto.

Thaliard empezó a ser más consciente de las miradas en la calle; las mujeres de vestidos pomposos con las suelas embarradas lo observaban con cierta gracia, los hombres le daban un saludo y luego sonreían confidentes, madres tomaban la mano de sus hijas y los alejaban de aquella calle (¡Dios no quiera que se topen con un infiel!).

Con el Filo de la Lengua ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora