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El ser humano es una polilla persiguiendo esa flama. Se acerca temerario, dispuesto a arder y pagar el precio. ¿Acaso es un don divino o una maldición envuelta en hilos de tentación? ¿Cuántas almas han perdido su brillo en el altar de este fuego sagrado? ¿Cuántas renunciaron a la razón en busca de un éxtasis de supuesta eternidad?

Los Pecados Cometidos en los Rosales


La mañana del domingo, Adriana Quince sentía que se avecinaba una tormenta. Había algo en el aire, una húmeda bruma que pegaba fría y pesada. Poco más podía decir como evidencia sobre su teoría climática, más allá de que lo sentía profundo en los huesos. Había pasado la última semana en casa, con la agradable compañía de su marido.

Thaliard había movido un escritorio para escribir en el alfeizar de la habitación, como si no quisiera perderle ni un solo ojo de encima. La compañía le venía bien, al menos no se sentía como un despojo abandonado en un rincón de la casa. De vez en cuando Thaliard, buscando una corta pausa de sus escritos, se levantaba y giraba el asiento para observarla a ella.

Era dulce como luego se ponía a hacerle preguntas con ciertas bases científicas: «¿Es posible falsificar un anillo en tan solo dos días?».

A lo que ella tendría que responder: «Depende».

Y cuando él le pedía una explicación más ahondada, ella entraría no solo a la justificación meramente científica sino también ficcional. «Depende de la gema, sí. Pero también del talento del ladrón. Porque es obvio que debe ser un ladrón. También depende de la familia, si es de mucho dinero probablemente ni se detengan a inspeccionar si la gema es falsa. Pero si toda su fortuna depende exclusivamente de esa gema, es más difícil que no la tengan muy estudiada».

Y luego Thaliard sonreía. «En serio que te amo» decía, con el rostro iluminado.

A lo que ella también sonreía. «Lo sé».

Pese a pasar todo el tiempo en cama, Adriana se sentía todo menos descansada. Su cuerpo estaba envuelto por una mezcla de incomodidad y cansancio, quizás sus músculos atrofiándose por no ser usados apropiadamente. Tenía las piernas agarrotadas, tan pesadas como si fuera un objeto externo y no una parte de su cuerpo. Los parpados caían como si llevaran un kilo de hierro colgando de ellos y escuchaba un zumbido lejano.

Quizás por eso agradecía tanto la compañía de Thaliard.

Pero ese domingo, Thaliard había decidido ir a misa. Y aunque tuvo la tentación de proponerle (... no, pedirle. Más que eso, estaba dispuesta a suplicarle...) que la llevara, la verdad es que ni siquiera encontró fuerzas para eso. Lo vio vestirse pulcramente, con su abrigo verde desgastado que su padre le había dado como regalo de bodas, y luego sentarse para colocarse las mismas botas de siempre. Cuando terminó de hacerlo, se paró frente al espejo y se observó de pies a cabeza.

Con el Filo de la Lengua ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora