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La mención de su nombre, la sombra de su figura, cada fantasía es un tributo sagrado en el funeral de mi cordura

La Dama de los Colores


De cierta manera, cada hijo encontró gran amor en una rama diferente.

Cassius no podía recordar con exactitud el momento, pero sabía que Thaliard los conoció cuando ya estaba forjada esa atracción por el mundo: Adriana, la mayor, quería entender de qué estaba hecho el mundo, desde los seres vivos hasta los inertes, y entender porque las cosas cambiaban de color o porque adquirían una nueva consistencia. Berowne, el segundo de los Whitmore, quizás buscando su propio camino lejos del de su hermana, apuntó al cielo. A las estrellas, para ser más exactos. Cassius recordaba verlo pasar horas y horas detrás de un telescopio tratando de precisar la ubicación de las estrellas. A veces trabajaban junto a Adriana, cuando ella trataba de entender cómo funcionaba un cristal y Berowne trataba de ver más lejos. Y luego estaba el menor de los Whitmore, Cassius, quien pasaba más tiempo en la tumba de su madre convirtiéndola en un jardín. Cuando Thaliard le preguntó por qué lo hacía, él solo respondió una cosa: «Les está otorgando vida a las flores, sin estar siquiera aquí». Cassius terminó dedicándose a la botánica, una rama menos extravagante pero igual de importante. Trabajó también junto a Adriana, tratando de extraer los componentes más puros de algunas plantas medicinales.

Al poco tiempo, Cassius aprendió lo suficiente para sentirse atrapado dentro de su propia casa. Tomó sus cosas, las empacó en una pequeña maleta y se embarcó en una búsqueda sin fin alguno. Abandonó todo aquello que le resultaba estorboso o pesado, entre eso iba también el apellido del vizconde. Cuando le preguntaron porque decidió valerse por sí mismo, explicó que veía los barrotes de una prisión donde no la había y sentía la necesidad de escapar. Al menos, esa fue la excusa más convincente que se le ocurrió.

—¿Por qué mejor no hablamos en mi despacho? —preguntó Thaliard Quince, su querido cuñado y el hombre al cual quería darle un puñetazo.

Si fuera más joven, incluso habría considerado retarlo a un duelo. Pero ya no tenía los ánimos ni las fuerzas para ello.

—Por supuesto.

Cassius lo siguió por el pasillo hasta una de las puertas debajo de la escalera. Thaliard se inclinó para tomar el pomo y abrir, no sin antes darle una de esas miradas de soslayo que tanto caracterizaban al escritor. Recordaba bien aquellos ojos marrones chismosos, siempre creyéndose invisibles ante los demás. Si Cassius era bueno con las plantas, entonces Thaliard era bueno con la parte más indiscreta de las personas: solo bastaba que te diera una mirada para conocer tu secreto más oscuro. Ni siquiera tenía que ser preciso, podía saber que tan descarado eras con solo verte.

La puerta daba a un corredor de unos dos metros y terminaba en una biblioteca bien iluminada. La bóveda secreta de las ideas, pensó Cassius. Aquella habitación había visto nacer unas de las escenas más bochornosas que todo North-Rhode había tenido el descaro de presenciar. Thaliard se paró junto a la puerta y le indicó que pasara, apuntando con la mano abierta al escritorio. Cassius se adentró a los confines de aquella dimensión separada del resto del mundo, y un aroma dulzón lo invadió de repente al pasar junto a su cuñado. Tardó un momento en recordar que era su colonia, la misma que usaba desde hacía años.

Con el Filo de la Lengua ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora