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¿Cómo expresar las tormentas que agitan un cielo despejado? ¿O el sonido de un corazón roto? ¿Quizás de la misma manera en que describo una dulce melodía que jamás oí? ¿El fuego sagrado tras un amor recién descubierto? ¿De qué sirven las palabras, si ninguna puede describir lo que siento?

El Príncipe de las Mariposas


¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Hace cuanto estaba caminando? ¿A dónde iba? A los ojos de las personas, él sería un indigente vagabundo, dando un paso tras otro hacia ningún lugar. Pero sir Thaliard Quince tenía un propósito, un destino. El cuál no podía recordar bien. Sabía que había salido de un bar después de esperar a que Benedick hablara con él, y lo esperó y esperó por horas. El chico jamás llegó.

Así que bebió.

Dejó que la tentación le ganara. Thaliard apenas si podía mantenerse en pie, pero incluso sin equilibrio sus pies tenían un objetivo. Ellos lo llevarían. Y entonces él acabaría con todo.

¡Sí, eso era! Acabar con todo. Arrancar el problema de raíz. Solo tenía que...

No, no podía llegar a eso aun. Primero tenía que dar un espectáculo. Nada mejor que un ebrio para desatar el caos en la escena. Si su trabajo de escritor había servido para algo más que condenarse, sería el momento de dejarlo brillar. Thaliard estaba dispuesto a echar leña al fuego, desatar un incendio y dejarse consumir en él.

Thaliard avanzó, recordando que debía seguir el ruido de las fiestas. Era ya el final de la temporada, las señoritas habían conseguido esposos, los negocios se habían arreglado y las personas volverían a sus fincas para abandonar la ciudad. Y los Ligarius siempre despedían la temporada con una mascarada, la más ostentosas y ruidosas de las fiestas.

Había pensado mejor las cosas y había decidido que no sería muy sutil hacer un escándalo en una fiesta vacía. Por lo que intentó contactar con Benedick para pedir su consejo. Pero incluso si el chico jamás se había aparecido, casi podía escuchar sus palabras resonando en su cabeza: «Déjalo ir. No te metas». Pero Thaliard era terco, y sentía...

Sentía que debía morir.

Y si moría arrastrando consigo a sus verdugos al infierno, entonces su vida habría servido para algo más que arruinar a otros.

Tal vez Adriana no lo perdonaría.

Y tal vez eso era lo mejor.

Caminó con dificultad, con espontáneos momentos de lucidez y equilibrio. Era como si el alcohol apenas estuviera terminando por consumirlo. Se sentía imparable, y al mismo tiempo deseaba tirarse a mitad de la calle a dormir. Sentía el fuego en la punta de la lengua y en la yema de los dedos. Sus piernas temblaban por el frío de la noche y por la ansiedad del momento. Por dios, ¿qué estaba haciendo?

Con el Filo de la Lengua ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora