VIII

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El lunes, tres días antes del arribo de Al Tamini al hotel Tamanaco, llegó un hombre de aproximadamente un metro setenta de altura, con pelo castaño claro, peinado hacia atrás con gomina. Usaba un traje de alta costura y llevaba una pequeña maleta, un traje extra en una bolsa de viaje y su maletín enchapado en oro.

—Una habitación, por favor. Necesito una suite, ¿me muestra las mejores que tenga?

—Buenas tardes. Espero esté muy bien, señor...

—Frank Miller es mi nombre.

—Un gusto, señor Miller. ¿Me acompañaría?

Frank recorrió la suite presidencial, como estudiándola a fondo. En seguida pidió observar la que estaba al lado. De igual manera, minuciosamente, miró la habitación de arriba abajo, sin pasar nada por alto. Caminó todas las áreas comunes, las escudriñó exhaustivamente. Después de aproximadamente una hora y media, ya el gerente comenzó a perder un poco la paciencia y habló.

—Entonces, ¿es de su agrado?

—¡Me encanta! Me quedo con la suite que se encuentra al lado de la presidencial. Me quedaré siete días, y pagaré toda la estadía por adelantado.

—Excelente, señor Miller.

—Una última pregunta: ¿alguien ha apartado la suite presidencial para estos últimos días?

—No, estará libre hasta el final del mes. ¿Viene alguien más?

—No, solo para saber si tendré vecinos. No me gusta mucho el ruido.

—Por el momento, estará vacía.

Frank era un hombre risueño, con una sonrisa encantadora. Con su porte al caminar y al pararse, lograba atraer miradas y atención. Su carisma la había convertido en su arma predilecta. Si alguien hubiera logrado revisar su maletín y maleta de viaje, hubiera encontrado que estaba llena de artilugios y objetos que lo harían parecer más un espía de la Guerra Fría que un huésped habitual.

Después de una leve siesta de aproximadamente una hora, Frank se levantó dispuesto a trabajar. Salió del hotel, arrendó un auto del año, que fuera comercial pero no lujoso, para no llamar la atención: un Ford Conquistador 1985, tenía asientos de tela marrón claro, aire acondicionado y vidrios ahumados de oscuridad intermedia. Se dirigió a casa de Juan Miguel Miranda, su primer objetivo. Se estacionó a dos cuadras de la casa y montó guardia. No tardó más de dos horas de observación para saber que en casa solo se encontraba su esposa. Consiguió la brecha que estaba buscando cuando la señora colocó, en la maleta de su carro, un carrito para hacer compras. Miller se bajó del Ford, caminó sigilosamente mientras observaba la globalidad de la cuadra para evitar que alguien notara su presencia. Accedió a la casa forzando la puerta posterior con una ganzúa. Ya dentro, se colocó los guantes y dio un recorrido general para conocer todas las áreas de la casa. Colocó cuatro micrófonos inalámbricos: tres de ellos, dentro de los teléfonos que estaban esparcidos por toda la casa; el de la sala, ubicado en la pared, otro ubicado en el despacho de Juan Miguel y un último en la habitación conyugal. Tuvo la necesidad de colocar uno más, ya que el teléfono del despacho estaba ubicado en una esquina, sobre una mesita al lado de un sofá. El escritorio del ingeniero se encontraba aproximadamente a diez metros del teléfono y decidió colocar uno en la mitad de la cara inferior del escritorio. Salió con tanta tranquilidad como entró, sin que nadie se percatara de sus acciones. Como el trabajo lo realizó más rápido de lo que había previsto, decidió tomarse la noche libre y conocer los atractivos de la capital venezolana.

No era la primera vez que interceptaba las conversaciones de Juan Miguel Miranda. El miércoles por la noche, mientras estaba en la recepción, en Curazao, lo tropezó intencionalmente para quitarle la llave. Entró a su habitación y le colocó dos micrófonos: uno en el teléfono para interceptar las primeras llamadas que haría antes de que volviera a Venezuela, y otro en un punto estratégico del cuarto, para escucharlo en todo momento. Al terminar, volvió donde estaba el ingeniero y, con sutileza, dejó la llave en el suelo, al lado de la silla donde estaba sentado. Pero su trabajo aún no había terminado. Al día siguiente, recorrió los principales centros comerciales y los lugares más influyentes económicamente de la capital, para buscar los puntos débiles. Uno de los sitios de interés para anotar era la casa Rolex, generalmente estaban ubicadas cerca de otras tiendas de gran renombre que podrían ser sensibles a estafas. Se habían vuelto unos expertos con esta clase de operativos, hacerlas ya era parte protocolar cada vez que llegaban a una nueva ciudad. Continuamente, estaba en contacto con Curazao para que le informaran cuáles habían sido las llamadas que había hecho Juan Miguel desde el hotel. De todos los llamados, mostró especial interés en los mineros, ya que desde aquella vez que se encontró con el ingeniero Miranda en Miami, los había marcado. El día previo a la llegada de Al Tamini a Caracas, lo aprovechó para contactar a un abogado especialista en contratos. Necesitaba realizar el borrador que les darían a los mineros; el abogado estuvo muy contento porque por un modelo de contrato que no tenía que pasar por ningún ente regulador le habían pagado dos mil dólares. Como él mismo dijo: dinero fácil. Frank le dijo que estuviera pendiente porque probablemente necesitaría de nuevo sus servicios. Estaba esperando elegir a las otras víctimas adecuadas para engañar. Y de todas las personas a las que llamó Juan Miguel desde Curazao, no había aparecido otra que le pareciera tan adecuada a Frank. Sabía que no había apuro, ya llegaría. Una vez afinados todos los detalles para la llegada de Al Tamini, Frank fue el encargado de contratar a los dos escoltas que harían la pantomima en el aeropuerto. Él, desde lejos, observó la llegada del jeque y de Juan Miguel, apoyado en una pared, con café y cigarro en mano. Al finalizar la escolta, recogió a los funcionarios privados, les pagó y les agradeció por sus servicios. Rápidamente, salió hacia la calle de Juan Miguel y estacionó el carro cerca de su casa, en un lugar donde no pareciera sospechoso. Activó su sistema de espía y esperó la llegada del ingeniero. Pasó la tarde sin conseguir a las víctimas adecuadas. Cada llamada que le hacía Juan Miguel a una posible víctima, le aparecía una situación que no le gustaba o que no podía resolver en el momento. Llegó la noche, sin pena ni gloria para sus intereses, y le toco dormir ese día en el carro. La llamada exitosa ocurrió al otro día, cuando Miranda habló con Estiben. Le encantó la idea de la construcción, era algo que ya habían hecho antes y sabían cómo manejar. Encendió el carro y arrancó para el hotel. Le informó a Al Tamini del nuevo objetivo, al cual le pareció una muy buena idea.

NOVELA OPERACIÓN: JEQUE MATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora