XIV

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Roberto salió molesto e indignado de la reunión con Estiben. Su único amigo y la única relación humana que aún mantenía había terminado de quebrarse. No quería ir a su casa a hundirse en su soledad, y pensó adónde podía ir, pero se dio cuenta de que ni eso tenía. Llegó a una licorería para comprar dos botellas de ron y se fue a su casa. Extrañaba tanto a su esposa e hijo que aún podía percibir sus olores incluso después de tantos años; y estando allí solo, con la botella en la mano, notó que ya había dejado de ser hombre: era un zombi guiado por la rutina de vivir un día y otro en un eterno ciclo de tristeza creado por él mismo. Estiben, a pesar de cómo era, se había mantenido fiel a su amistad. Sabía en el fondo que su amigo no era culpable de que su matrimonio hubiera terminado, y por eso las últimas palabras que le dijo le dolieron tanto. Le llegaron al corazón, y se dio cuenta de que tendría que haberle dado más importancia a su esposa e hijo. Antepuso su trabajo antes que tener los recuerdos de ver a su hijo crecer; antepuso su trabajo antes que darle las caricias que tanto le pedía su esposa, y eso lo llevó al pozo donde estaba hundido. Trago tras trago se fue vaciando la botella y con ella se fue diluyendo la poca cordura que le quedaba, y comenzó a llorar, tanto que no podía parar. Sentía cómo se le desgarraba el alma por todos los errores que había cometido en su pasado. Deseó la muerte en ese momento, sin embargo, algo le decía que tenía que seguir. Tal vez alguna vez podría ser perdonado, podría conseguir que su exesposa lo mirara con dignidad y, tal vez, podría volver a ser parte de la vida de su hijo.

Al otro día llegó a la oficina, casi muerto y retrasado. Firmó los papeles que le dio su socio, sin siquiera verlos, y se dirigió a la oficina de los trabajadores. En el galpón, les dio instrucciones a los muchachos y les dijo que no los podría acompañar, que no se sentía bien y que se quedaría durmiendo en la oficinita que tenían detrás del galpón. Prendió el aire y se durmió en el sofá, largo y tendido. Tanto fue así que al levantarse ya era de noche y, desorientado, se sentó y vio una nota en el escritorio: «Jefe, no lo quisimos levantar, le dejamos la llave». Miró el reloj y vio que eran más de las ocho de la noche. El sueño había sido más que reparador: le había abierto el entendimiento y supo que las cosas tenían que cambiar si quería mejorar. Fue a la oficina principal y desde el teléfono llamó a su exesposa.

—Hola, Ale.

—Roberto, ¿para qué me llamas?

—Por favor, Ale, deja la hostilidad. Solo quiero hablar.

—Dime.

—¿Podrías regalarme una hora este fin de semana?

—Ya estamos hablando, ¿para qué querrías verme?

—Por favor, Ale, no te pido mucho más que eso.

—Ok, Roberto, una hora el domingo.

—¿Un café?

—Está bien.

Roberto esperó ansioso que llegara el día. Estaba decidido a cambiar su actitud y eso comenzaba por recuperar la confianza de a quien le había hecho más daño. Salió hacia el café que había sido, cuando se estaban enamorando, su lugar favorito. La citó allí a las tres de la tarde. Ale llegó: se veía esplendida, no solo hermosa, sino que irradiaba tranquilidad; una tranquilidad que por muchos años no le había visto. Se levantó a recibirla y pudo percibir una vez más el olor de su pelo que tanto extrañaba.

—Ven, siéntate. Te ves muy bien.

—Gracias, Roberto.

—Te pedí un capuchino, como te gusta.

—Ya veo.

—¿Quieres algo de comer?

—Roberto, ¿qué haces? ¿Qué hacemos aquí?

NOVELA OPERACIÓN: JEQUE MATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora