2 de Noviembre de 1939

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Los alaridos y estruendos se negaban a apartarse de su mente, reviviendo esa escena en un ciclo sin fin. Allí estaba él, siendo un niño otra vez, encerrado en el ropero; delatado por su respiración agitada, sintiendo como las gotas gruesas rodaban por sus carrillos, con las manos hechas puños por su incapacidad de hacer algo al respecto, oyendo como su padre humillaba a su madre; Un golpe, dos golpes...

Después de perder la noción del tiempo, asomó la vista por un diminuto hueco en la madera de pino. Lo que observó lo dejo estático, víctima del terror que presenciaban sus rubíes, rogando que solo fuera una broma de su imaginación tan vivaz e infantil, descubriendo el cuerpo magullado e inerte de su madre en un lago de su propia sangre.

Se despertó bruscamente, sudando frío al rememorar sus vivencias en una terrible pesadilla, sus latidos y respiración se hallaban violentamente alterados. Posó una mano en su pecho intentando calmar el clamor de su corazón, pero fue inútil.

Últimamente era la única sensación que conocía durante la noche. Siempre cargó el pecado en sus hombros, la impotencia de no poder proteger lo que más amaba, lamentándose por haber sido un chiquillo débil.

Intento conciliar el sueño una vez más, pero su mente no se callaba, repitiendo las escenas para alargar su tormento. Se torturaba asimismo sobrepensando las posibles situaciones que pudieron haber ocurrido si hubiera intervenido. No aguantó más y se puso de pie en dirección al jardín para fumar un cigarro.

El enorme gigante aperlado se alzaba soberbio sobre el firmamento, envuelto de lino blanco, rodeado de diminutos luceros bailando a su lado, doncellas que alumbraban las penumbras en una noche tan lúgubre y taciturna. Y a pesar de la melancolía en el aire, la quietud y serenidad del entorno lograba apaciguar hasta el alma más atribulada.

Se hallaba sentada abrazando sus rodillas bajo un enorme y majestuoso árbol de sauce, refugiada entre los pétalos y tallos de las camelias y amapolas que ella misma había plantado, solo se percibía su cabellera de algodón alborotada porque la brisa traviesa y fresca jugaba con sus mechones de plata. Se acercó lentamente para evitar intimidarla con su repentina aparición.

-Supongo que tampoco puedes dormir...- Dio una última calada y tiró la colilla del cigarro, pisándola con su zapato para tomar asiento a su lado. Se veía cansado y afligido, se permitió mostrarse vulnerable ante ella, exhibiéndose como el hombre conmocionado que era detrás de la máscara apatía que presentaba a los demás.

-¿Cómo sabías que estaba aquí?- Preguntó avergonzada y cohibida por el hecho de ser encontrada, la noche y oscuridad era su refugio para el desamparo, se aislaba para reflexionar sobre sus acciones y permitirse sentir sus emociones.

Contempló las pequeñas lunas que adornaban su rostro, notando como se iluminaban con la luz que escapaba del cielo, haciéndolos ver como diamantes. -No lo sabía, solo ví tu Wolkenkopf asomándose por encima de la pastura-.

Soltó una encantadora risa, mostrando los adorables hoyuelos decorando sus mofletes. -¿Wolkenkopf?- repitió en una pregunta mirando hacia arriba. -Nunca me habían llamado así, eres el primero-.

Sintió una calidez desconocida en su pecho al hacerla reír, ahora quería provocar ese tintineo de nuevo. -Tu risa es preciosa, como la de eine Nachtigall- Se arriesgó a comentar para divertirse con su tierna reacción.

Ella se sorprendió al escuchar sus palabras, no esperaba un comentario como ese, menos de un criminal como él. Volteó a verlo, sintiendo el rostro arder por el rubor que invadía sus mejillas usualmente pálidas, era el único que lo lograba con tanta facilidad. Pero no podía permitirse tener ese tipo de sentimientos por alguien como el, así que se optó por responder con su silencio.

El canto de un ruiseñorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora