Hoy hace un año desde que te fuiste, pero te echo tanto de menos como el día después. Me atrevería a decir que incluso más, porque no fue hasta pasada una semana de sentir tu ausencia que me di cuenta de lo que había sucedido. No cabía en mi mente el pensar que no volvería a sentir tu pelo entre mis dedos, o tu aliento junto a mi oído cuando me susurrabas palabras sin sentido simplemente para hacerme reír. Pero la realidad se fue, poco a poco, posando sobre mí como una sábana. Al principio de forma suave, pero semana a semana iba ciñéndose más y más, presionando mi piel, obstruyendo mi boca y mis fosas nasales, ahogándome.
Ahora ha pasado un año, y la sábana no se ha ido. Sigue sobre mí, y me cuesta respirar. Pero como los quechua, que están adaptados a vivir a presiones de oxígeno menores a las que tenemos aquí abajo, me he acostumbrado a la falta de aire. No es una sensación agradable, no nos engañemos. Tal vez solo podré volver a sentir mis pulmones liberados en los sueños, o en el recuerdo. Pero qué más da. Me gusta tener este recordatorio constante de que una parte de mí se fue contigo. Nadie puede ser funcional al cien por cien sin una pierna, o sin un órgano. No estamos del todo completos. Del mismo modo, yo no estoy completo sin ti.
Bueno, todo lo dicho ya lo debes saber, si es que me puedes escuchar por las noches. Te lo he dicho en múltiples ocasiones, en la cama, mirando hacia el lado vacío del colchón, que te pertenecía, e imaginando tu silueta, dibujada a contraluz por las luces de la calle que entraban a través de la ventana de nuestra habitación.
He revisado tus cosas una y otra vez durante este año. He mirado nuestras fotos juntos. He olido tu ropa, y nunca metí en la lavadora las últimas prendas que usaste. ¿Asqueroso? Para algunos tal vez. Para mí es el único modo de sentir tu aroma. Hasta los calcetines sudados de cuando saliste a correr el lunes anterior a que te marcharas son más confortables que el saber que te he perdido.
Te preguntarás por qué te escribo, ahora. Por qué no sigo simplemente hablándole a tu almohada. Sinceramente, tampoco yo lo sé. Tuve el impulso de hacerlo. Pensé que mis palabras tal vez te llegarían más firmes si estaban plasmadas en papel. Si es que allí donde estés, puedes leerlas. Por si acaso no puedes, cuando acabe de escribirlas las leeré en alto. Dios, nunca he creído en un más allá. O más bien, nunca creí en un más allá hasta aquel día. No me cabe en la cabeza que te hayas esfumado para siempre. Es imposible. Tienes que estar en algún lado. Tu mirada curiosa, tu testarudez, tu audacia, tu risa. Eran demasiado reales. Tú eras demasiado real. Lo eres, estés donde estés.
He decidido empezar hoy, porque después de 365 días he conseguido volver al hogar. A nuestro hogar. No al piso, donde pasábamos la mayoría del año, pero donde casi ni nos veíamos, por culpa de los horarios del trabajo. Estoy en nuestro hogar, en el piso rodeado de nieve donde pasábamos el rato el uno en compañía del otro cada ocasión en que podía coger vacaciones. En el lugar donde éramos sólo tú y yo. Donde nos amábamos hasta la médula de los huesos porque no había ningún informe que redactar, o ninguna factura que pagar, que entrara por el marco de la puerta.
No había podido volver antes, justo por eso. Aquí no es fácil sobrellevar la pérdida. En un lugar donde habías estado tan viva. Donde ambos habíamos sido uno, y donde era tan claro, tan evidente, que formábamos parte el uno del otro.
Mientras escribo esto son las nueve de la noche. Llevo nervioso desde que he salido del piso, y he conducido las tres horas y media de trayecto en coche del tirón, por miedo a que si me permitía descansar un instante, bajar la guardia, mi impulso de supervivencia me haría dar media vuelta.
He llegado a las once y media de la mañana, y Lola, la vecina de arriba, estaba quitando con una pala la nieve que cubría el camino de entrada. Parece mentira cómo la señora, a sus ochenta años, sigue manteniéndose activa. Es incluso alarmante verla levantar la pala de hierro, que parece pesar más que ella, con esas manitas huesudas de nudillos prominentes, rosados por el frío. ¿Te acuerdas cuando compramos nuestro hogar, hace cinco años? Lola estaba celebrando su setenta y cinco cumpleaños, y no dudó ni un instante en invitarnos a entrar a su piso, donde junto a su hija, su nuero y los dos hijos de ambos, lo celebraban. El pastel estaba delicioso. Cómo no, lo había hecho ella. Una mujer encantadora, desde luego. ¿Recuerdas cuando nos traía fiambreras repletas de sobras? Nos trataba como familia, y lo sigue haciendo, porque nada más verme, ha soltado la pala, y ranqueando de su pierna derecha, se ha acercado a mí, y me ha cubierto entre sus brazos (o lo ha intentado, porque su metro cincuenta de altura tiene poco que hacer contra mi metro ochenta). Me ha besado ambas mejillas y me ha dado el pésame. "Tan joven" ha sido lo único que ha dicho, antes de que un sollozo la acallara. He sido yo, entonces, quien la he cubierto a ella, protegiéndola de la misma pena a la que yo ya me he acostumbrado.
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Hogar
HorrorEl diario de un hombre en duelo, dedicado a su gran amor perdido. Una casa que ha dejado de ser un hogar. Un pueblo habitado por los recuerdos... ¿sólo por recuerdos? Cada lunes, una nueva entrada en el diaro del protagonista nos adentrará en su esc...