Lola pasó toda la noche recogiendo los restos de su corazón destrozado de entre los huesos que alguna vez habían pertenecido a su hija. Entonces, hizo una cruz con un par de ramas, atadas perpendicularmente por su bufanda de lana. La plantó en el suelo, justo por encima del cráneo desfigurado al que no se atrevía a mirar.
Volvió lentamente, mientras en su cabeza volaban varios pensamientos, y se le clavaban como cuchillas. Ha sido tu culpa. Debiste estar más atenta. Te la ha robado, otra vez. Todo era cierto, lo tenía claro, pero sus más de ochenta años de experiencia le permitían seguir adelante, porque sabía que dejándose acribillar por aquellas palabras no iba a conseguir lo que quería. Una causa pendiente más en la mochila.
No tenía fuerzas para nada más, cuando llegó al edificio que hacía tantos años que consideraba su hogar. Vio dos siluetas abrazándose a través de las ventanas del primer piso. No tendría que estar aquí. Ella no debería haber vuelto. Se ha llevado a tu hija. Ha sido tu culpa. Subió las escaleras, paso a paso, arrastrando los pies. No tenía fuerzas para hacerse caso. Abrió la puerta de su casa, y el frío le atizó la cara. Había pasado toda la noche con las ventanas abiertas. Se apresuró a cerrarlas. Se la ha llevado. Esa arpía putrefacta se la ha llevado. Se tumbó en la cama, y esperó a que el sueño se la llevase a ella. Pero no llegó. Debía hacer algo. Pero todavía no. La estarían esperando.
Se quedó tumbada boca arriba en la cama que ocupaba el centro de su habitación. Qué vacía había estado cuando su marido falleció en aquel accidente. Nunca había llegado a reconocer su problema con la bebida. Ni siquiera cuando volvió, unos años después. Tardó en perdonarle aquella imprudencia, que la dejó sola, madre soltera de dos hijas en un pueblo perdido en medio de la montaña. Cada noche lloraba de rabia, silenciando sus sollozos contra la almohada para que sus pequeñas no se alarmaran. Ya estaban pasando por demasiado dolor, sin su padre.
La vida se hacía cuesta arriba, pero como si se tratara de una montaña rusa, justo cuando llegaba a lo más alto, cuando más miedo tenía, vino la bajada. Ahí fue cuando José volvió. No era como el resto de las veces que había imaginado que estaba todavía a su lado durante la cena, al sentir una leve brisa acariciarle la mano. O como cuando se le aparecía en sueños, una caricatura aberrante de lo que había sido su apuesto amante. En sus sueños vestía una camisa manchada de topos marrones, unos ojos salidos y una boca por la que salía espuma a cada intento de pronunciar una palabra. Sangre negra bajaba desde una herida en el cráneo. Justo como la que los médicos forenses habían descrito que lo había apartado de este mundo.
El hombre que había entrado por la puerta no tenía heridas en el rostro. No tenía los ojos a punto de salirse de las órbitas. No llevaba ropa, y un bello, canoso, le poblaba el torso que Lola tanto conocía. Sin pensarlo ni un segundo, había corrido a abrazarlo. Las lágrimas habían salido, como tantas otras veces, pero no eran de ira, sino de alivio. Él había vuelto a ella. Y lo había hecho para quedarse.
Seguía habiendo un antes y un después del accidente. Tenían que ser cautelosos. No quería volver a perderlo. Quería conservar la felicidad de sus hijas, aunque no pudieran volver a pasear con él por el pueblo, para no levantar sospechas. ¿Cómo se podía explicar a toda aquella gente, que había asistido al entierro de su marido, que éste deambulara entre los vecinos con paso ágil y decidido?
Pero todo cambió cuando Nora tomó la peor decisión de su vida. Acabar con ella. Había perdido su matrimonio, y con él, todos sus amigos, y el lugar al que se había mudado por amor. Estaba sola, y no se sentía capaz de amar a nadie más. Ni siquiera a sí misma. Por eso vació todo aquel pastillero en su estómago.
Una parte de su corazón, que José había logrado sanar tras el milagro, volvió a desquebrajarse, y su vida se convirtió en un infierno. Lola esperaba, con todas sus fuerzas, que tal como había pasado con su marido, Nora apareciera por la puerta, de vuelta a casa. Como si la llamada de teléfono que había recibido desde el Hospital Universitario de Madrid para comunicarle la noticia nunca hubiera existido. Pero no lo hizo. Nadie que no fuera ella, o su otra hija, cuando se pasaba por casa de su madre para consolarla a ella, y a sí misma, tocaban aquella puerta.
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Hogar
HorrorEl diario de un hombre en duelo, dedicado a su gran amor perdido. Una casa que ha dejado de ser un hogar. Un pueblo habitado por los recuerdos... ¿sólo por recuerdos? Cada lunes, una nueva entrada en el diaro del protagonista nos adentrará en su esc...