Quería besarla.
No, no quería sólo besarla.
Quería subirla en el escritorio, arrancarle la ropa y poseerla como esa noche. Escucharla gemir mi nombre mientras sus uñas se enterraban en mi piel y sus ojos buscaban los míos con fascinación.
Mierda.
Deseaba tanto a Milena que me dolía, literalmente. Era un dolor fantasma en la entrepierna cada vez que la veía inclinarse o la descubría mirándome como si fuera un apetecible filete de carne.
Y esa tarde Milena simplemente decidió volverme loco.
Mi recepcionista llevaba casi una semana de excelente empleada. Llegaba puntual, era amable con los clientes, ordenada, atenta a cada pequeño detalle y ya hasta había tenido su primera discusión con un cliente por un cambio de horario, lo resolvió sin problemas y con una agradable sonrisa que jamás dejó en entredicho al estudio.
Pero esa tarde ella fue... demasiado ella.
Milena era una chica de generosas curvas; los pantalones se apretaban tanto en sus nalgas que era inevitable girar dos veces para mirarla, descubrí a más de un cliente haciéndolo. Y me enojaba tanto, no quería que la miraran así, pero ¿qué más podía hacer? Yo mismo parecía idiota observándola y recordando lo bien que se sentía apretar sus nalgas cuando estaba adentro de ella.
Y toda la semana vistió con pantalones ajustados, menos esa tarde. No, esa tarde ella decidió que yo debería vivir con la verga adolorida por no poder llevármela a la bodega y cogérmela como tanto deseaba.
Milena llevaba una falda corta en color blanco que casi dejaba ver un poco más de lo apropiado y una blusa rosa pastel de generoso escote.
No, mierda, yo sólo quería hacerle el amor toda la puta tarde.
—Tal vez deberíamos imprimir una fotografía de Milena para colgarla aquí atrás —dijo Dylan mientras acomodaba su área de trabajo para su siguiente cita—. Así no tendríamos que dejar la cortina abierta para que babearas viéndola.
Milena reía con Olga. Yo aparté la mirada hacia Dylan y fruncí el entrecejo.
—No sé de qué hablas.
Dylan rió, dejó la tinta sobre la pequeña mesa al lado de la silla donde solía tatuar y cerró la cortina.
—La tensión sexual entre ustedes es jodidamente incómoda.
—Vete al carajo.
—¿Qué? —Se detuvo frente a mí y señaló mi anillo—. Si te la quieres coger, hazlo y supera esto, ¿quieres?
—Está casada.
Y me sentí horrible al decir eso porque encontré una sombra de tristeza en la mirada de Dylan. Mi excusa ni siquiera fue por su hermana, sino por la situación de Milena.
—Eso no te ha importado antes —reaccionó—. Te acostabas con Elizabeth, ¿no?
Encogí los hombros.
—Milena no podría ser infiel.
Dylan volvió a reír.
—Milena se muere por ser infiel.
—No la conoces.
—Tú tampoco. —Y tomó asiento en el banco—. Cogieron una vez y ya, ¿eso es conocer a alguien?
Callé.
Él tenía un punto.
»Su esposo la conoce mejor que tú.
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Mentiras blancas
RomanceMilena está casada con un prestigioso abogado que la tiene como una princesa en casa y sin mover un dedo; sólo debe ser una esposa trofeo sin preocuparse por nada más. Sin embargo, no es feliz. Se ha entregado a su matrimonio y abandonado todos sus...