Capítulo 12

29 0 0
                                    


El sótano era uno de esos lugares inmensos pero tan abarrotados de objetos que lo hacía ver pequeño e incómodo. No obstante, había algo sicalíptico en tal incomodidad visual que logró captar por completo mi atención. Toda la escena parecía salida de una película erótica, donde la luz escarlata acompañaba la cuasi desnudez de los invitados.

En el centro de la habitación, un mueble con forma de caballete resplandecía bajo la única luz blanca de la sala. Sobre éste, una mujer se montaba sobre su vientre, con las cuatro extremidades sujetas con grilletes de cuero a los costados del caballete. Apenas podía verse su rostro debajo del antifaz que escondía su identidad, más en su sonrisa palpitaba el deseo y la excitación. Segundos después, un hombre de traje y sombrero a juego se acercó a su oído y le dijo algo que sólo ella podía oír. La mujer asintió y apoyó su mejilla derecha sobre el caballete, mientras el hombre, que debería rondar los cincuenta años de edad, levantaba su falda hasta dejar a la vista dos pálidas y voluptuosas nalgas.

Por un largo rato, sólo estaban ellos dos en la sala. Todos contemplamos el espectáculo de dominación y dolor en silencio, de forma tal que el único sonido en la sala fuera el de la música, los gemidos de la mujer y el sonido de la palma de la mano de su amo al golpear contra sus nalgas.

—Oh por...

—Dios —completó Esteban, quien ya conocía mis modismos como si fueran suyos propios.

¡Madre mía! No podía creer lo que estaba presenciando. Lo que a cualquier ser humano le parecería un acto de barbarie, al público presente (incluso a mí misma) nos resultaba por demás excitante.

El Amo dio un pequeño descanso a su Sumisa mientras rebuscaba algo dentro de un bolso negro, de esos que se usan cuando sales de viaje. Cuando lo encontró, sonrió con satisfacción.

— ¿Qué es eso? —le susurré a Esteban, temiendo que mi ignorancia despertara las críticas del resto de los espectadores.

Para mi sorpresa, fue Katia quien respondió.

—Es un flogger —dijo, con total y humillante tranquilidad. —Es una especie de látigo de muchas colas. Cuanto más pesado y más colas tenga, mayor será el dolor.

El hombre acarició las colas del flogger y luego las dejó caer suavemente sobre la espalda semidesnuda de su Sumisa, quien se estremeció y retorció por las cosquillas que viajaron desde su nuca hasta su espalda baja. De alguna forma pude sentir cómo se me enchinaba la piel, provocándome deliciosos escalofríos.

Entonces oí los golpes, primero suaves y luego más intensos, de todas las colas al golpear contra la piel enrojecida de la mujer. Golpe, gemido, suspiro. Golpe, gemido, suspiro, sollozo. La mujer había empezado a retorcerse, a gemir y a gritar con más fuerza. De vez en cuando tosía por la acumulación de saliva y lágrimas en su garganta.

El hombre se detuvo, acarició suavemente las ya lastimadas nalgas con la yema de sus dedos, y luego tocó su sexo por encima de la ropa interior. La Sumisa se retorció y acabó con tan sólo un roce de los dedos de su Amo, quien procuró mantener la presión en su clítoris hasta que ella pidiera por favor que se detenga. Solo entonces finalizó el espectáculo.

El hombre aflojó los grilletes y ayudó a la joven a incorporarse y acomodar su ropa. Sus piernas temblaban, pero él la sostenía con fuerza contra su pecho, acunándola dulcemente y acariciando su cabello con delicadeza. Ella lo abrazaba y sollozaba, completamente sumida en un mar de éxtasis y placer que pocos entenderían.

Luego de abandonar el puesto, otra pareja se aproximó a los caballetes. Esta vez el hombre caminaba detrás de su Ama, quien lo llevaba amarrado con un pretal de cuero. Giré para ver a Esteban y lo descubrí mordiéndose el labio y siguiendo con la mirada a aquella pareja. Se notaba su interés y, por sobre todo, su deseo de ser él quién camine detrás de una dominante.

La Obsesión de GabriellaWhere stories live. Discover now