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“... Tengo maldad dentro de mí…

Y es tan real

como mis órganos…”

Los gritos desesperados que apenas se filtraban a través de la cinta americana que cubría su boca, retumbaban en las cuatro paredes de aquel mugriento y frío cuarto.

El olor a moho se le colaba por la nariz, mezclándose con aquel sabor metálico de la sangre que caía lentamente desde su frente por el lateral de su sien.

Parpadeó, intentando acostumbrarse a la oscuridad, sintiendo como la garganta le quemaba por el resto del líquido con el que había sido dormida y que le habían obligado a respirar.

Dolía, todo le dolía.

Las muñecas con la cuerda sucia que le rasgaba la piel.

La cabeza con aquel golpe que latía con cada movimiento.

—Grita lo que quieras, total nadie va a escucharte— Una carcajada y aquella voz grave llegó desde el fondo del rincón, donde un pequeño rayo de luz entraba por una ventana con el cristal roto.

El sonido de las botas crujiendo la madera del suelo mientras se acercaba a la pobre chica que apenas podía respirar, le crisparían la piel a cualquiera que fuese capaz de observar aquella escena.

—Eres guapa, ¡me gustas!— le dijo tirándole del cabello, apretando sus mejillas con tal fuerza que podía sentir los moretones formándose en su piel.

Un llanto ahogado con un gemido de dolor fue la única respuesta que pudo dar.

La silueta negra se puso en pie, tomando con fuerza la cuerda que ataba las dos manos de la chica, tirando de esta para arrastrarla mientras la obligaba a caminar.

Repentinamente, se detuvo arrojándola sobre lo que parecía una mesa de metal.

Un pequeño clic y una tenue luz iluminó la sala.

Miró a su alrededor desesperada, entendiendo de golpe lo que iba a pasar cuando la sujeto a la mesa con correas de manos y pies, incluyendo una fuerte tira de cuero que le inmovilizó la cabeza.

Tiró de la cinta que cubría su boca y un grito agudo se escuchó con un gran eco dentro de aquel inmundo sitio.

—P-por favor, p-por favor…— rogaba la chica, sintiendo como el acero iba desgarrando sus ropas hasta dejarla completamente desnuda.

La observó detenidamente con deseo, acariciándola con la yema de los dedos y recorriendo su cuerpo en pequeñas caricias

—¿Dónde está tu familia?— le preguntó como si quisiera comenzar una conversación casual, como si estuvieran realmente en una cita.

—E-están en China— respondió tartamudeando. 

—¿Y tú porqué estás sola aquí?— cuestionó acercándose bien hacia su rostro, clavándole la mirada. 

—Me fui de casa hace unos años porque quería perseguir mis sueños— apenas logro pronunciar cuando la hoja del bisturí se hundió en la carne de su abdomen, dejando un sonido gelatinoso tras su paso al desgarrar lentamente la carne.

—¿Y lo lograste?— volvió a preguntar acariciándole el cabello, hundiendo una vez más el bisturí en el otro lado de su abdomen cuando ella apenas tartamudea un si entre gritos de dolor.

—¿Sabes?, yo una vez también tuve un sueño— otra puñalada se sumó a las tantas que siguieron después, mientras le contaba su historia hundia y sacaba la hoja de metal de aquel vientre una y otra vez.

El sonido del goteo de sangre deslizándose de aquella mesa era lo único que podía oírse un par de horas después.

Los ojos blanquecinos, las pupilas dilatadas, signos inequívocos de la muerte que atrapó a aquella pequeña chica tras una horrible y agónica sesión de tortura.

Se rio, desatando aquellas correas, gruñendo fastidiado por tener manchas de sangre en todas partes.

Lo que era una camiseta blanca se fue tiñendo de rojo mientras se limpiaba las manos, frotando despacio como disfrutando de lo que veía y aquella sensación que le embargaba al apreciar un cuerpo mutilado.

Giró el cuerpo despacio, echando un poco de agua para limpiar la zona de la espalda, jugando con el bisturí pasándolo de un dedo a otro como si te tratara de un artista planeando su obra maestra.

Una vez más, aquellas enormes alas fueron talladas, esta vez con más precisión y detalles sobre la piel ahora fría de quien había sido una alegre bailarina, una chica a la que todos adoraban, el alma de la fiesta por ser divertida y extrovertida.

Aquel cuerpo que yacía allí no era más que la sombra de lo que había sido en su vida, víctima de la rabia y la frustración de alguien que no podía controlar sus emociones o mejor dicho la falta de estas.

Cogió sin ningún tipo de delicadeza a la chica por el tobillo y la arrastró hasta el maletero de su coche.

Como un peluche viejo le arrojó dentro, sin cuidado alguno, apenas procurando que la portezuela quedara cerrada sin ensuciarse demasiado.

Era ya de madrugada, llovía y la ruta 48 estaba completamente vacía.

Uno de sus lugares preferidos apareció delante iluminado por sus faros y colocando los intermitentes se detuvo en el arcén.

Un pequeño arroyo corría entre los árboles, formando un pequeño estanque donde él a veces de pequeño venía a pensar.

Arrojó el cuerpo allí, enredado entre algunas algas y matorrales.

Se encendió un cigarrillo y lo fumó despacio, guardando la colilla en su bolsillo para no comprometerse.

Dió una última patada al cuerpo, girándolo, dejándolo boca abajo medio hundido en el agua, para que desde la distancia se pudiese apreciar claramente su firma.

—Hora de volver a casa, gracias por tu compañía— le dijo al cadáver, arrojando un poco de ceniza sobre este.

Subió al coche y movió la cabeza a ambos lados en forma de masaje, como liberando el estrés.

Arrancó, sintiéndose adormecido por la adrenalina corriendo en sus venas y el sonido vibrante del motor, su única compañía en aquella carretera que le llevaría a casa, a su cárcel, a su destino planificado, del que aunque quisiera no podía escapar…



“... Creo que la mayoría

de los seres humanos

tienen dentro de ellos

la capacidad de cometer

un asesinato…”

Richard Ramírez “el merodeador nocturno”



¿Cuál es el precio de un corazón? Woosan SanwooDonde viven las historias. Descúbrelo ahora