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Era la hora del té, así que el señor Dursley apagó el televisor; la señora Dursley, ansiosa de contarle los acontecimientos del día, le entregó al señor Dursley una taza de té. Cuando la sra. Dursley iba a hablar, el sr. Drusley la interrumpió.

—Eh... Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?

Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana. 

—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?

—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley.

—Lechuzas, estrellas fugaces... Y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro. 

—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley. 

—Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo. 

La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:

—El hijo de ellos... Debe de tener la edad de Dudley, ¿no? 

—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez.

—¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?

 —Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.

—Oh, sí —dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento. — Sí, estoy de acuerdo. 

El sr. Drusley no volvió a decir nada más sobre aquel tema y subieron a acostarse. Mientras la sra. Drusley estaba en el cuarto de baño, el sr. Drusley se acercó lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato extraño todavía seguía en el mismo lugar. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo, pensó el Sr. Drusley.

Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida rápidamente, pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la señora Dursley. Cuán equivocado estaba.

Los Potter sabían muy bien lo que él y Petunia pensaban de ellos y de los de su clase. No veía cómo a él y a Petunia podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta). No, no podría afectarlos a ellos.

El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.

Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.

En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus Dumbledore. 

Un paso a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora