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A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados. Harry no comió nada ni bajó de su habitación . Dudley se hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre, arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le devolvieran su habitación. 

Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargura pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo; si hubiera hecho esto, hubiera evitado todo esto. Tío Vernon y tía Petunia se miraban misteriosamente. Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino hasta la puerta. Entonces gritó. 

—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, 4.

Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asiento y corrió hacia el vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la carta. Después de un minuto de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración. 

—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí. 

Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no fallaran. Tenía un plan. 

El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la escalera sin encender ninguna luz. Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta. 

—¡AAAUUUGGG!

Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en la entrada... ¡Algo vivo! Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco de dormir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que intentaba hacer. 

Gritó a Harry durante media hora, lo gopió y abusó de él de nuevo; luego le dijo que preparara una taza de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas en tinta verde.

—Quiero... —comenzó, pero Tío Vernon estaba rompiendo las cartas en pedacitos ante sus ojos. Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón. 

—¿Te das cuenta? —explicó a tía Petunia, con la boca llena de clavos—. Si no pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo. 

—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.

—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Petunia, ellos no son como tú y yo —dijo tío Vernon, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de pastel de fruta que tía Petunia le acababa de llevar.

El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas por la ventanita del cuarto de baño de abajo. Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba de puntillas entre los tulipanes y se sobresaltaba con cualquier ruido. 

Un paso a la vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora