Termino de empacar lo esencial para mi viaje a Canadá, pero me detengo al encontrarme con un pequeño montón de recuerdos que compartí con Kyra. Hay fotos de nosotros en varios lugares, capturando momentos felices y despreocupados. En una esquina, veo los collares que compramos juntos en un mercadillo, símbolos de nuestro amor juvenil y aventurero.
Mi mirada se posa en una sudadera; es la que compramos juntos en nuestro primer viaje. La toco suavemente, recordando cómo nos reíamos al usarlas a juego, ignorando las bromas de nuestros amigos. A su lado, está la sudadera que ella me regaló por nuestro primer aniversario. Cada una de estas prendas lleva impregnada su esencia, momentos de felicidad que ahora parecen tan lejanos.
Entonces, mis ojos encuentran el peluche de Mickey Mouse, aquel que Kyra quería tanto y que dejó en mi habitación para que siempre durmiera con ella. Al sostenerlo, siento un nudo en la garganta. Es un recordatorio físico de su presencia, de su amor.
Con un impulso, decido llamarla. Necesito escuchar su voz, compartir este momento de nostalgia. Marco su número, esperando ansiosamente que responda. Sin embargo, tras varios tonos, solo encuentro el silencio del buzón de voz. Cuelgo, un poco decepcionado.
Mientras guardo el peluche en mi maleta, mi teléfono suena. Por un instante, mi corazón salta pensando que puede ser Kyra, pero al ver la pantalla, me doy cuenta de que es una videollamada grupal de mis amigos.
—¡Caín! —gritan en coro al descolgar. Sus rostros llenan la pantalla, cada uno mostrando una mezcla de emoción y tristeza.
—Chicos, ¿qué pasa? —pregunto, intentando ocultar mi decepción por no haber sido Kyra.
—Solo queríamos despedirnos, hombre. Y asegurarnos de que no te olvidas de nosotros cuando estés rodeado de canadienses —dice uno de ellos con una sonrisa burlona.
La llamada se llena de bromas y buenos deseos. A pesar de no ser Kyra, la calidez de mis amigos me reconforta. Ellos, al igual que ella, son parte de mi vida, pilares que me han sostenido en los buenos y malos momentos.
Con cada palabra, cada risa compartida, siento la fortaleza de esos lazos. Aunque la distancia se interponga, sé que estas amistades perdurarán y con esa certeza, me siento un poco más preparado para enfrentar el nuevo capítulo que está por comenzar.
Mientras estoy terminando la videollamada con mis amigos, oigo a mi madre llamándome desde el pasillo.
—Caín, es hora de irnos —su voz es suave pero urgente.
—Chicos, tengo que irme. Nos veremos en el otro lado del charco —digo a mis amigos, sintiendo una mezcla de emoción y tristeza.
—¡Buena suerte, Caín! —gritan ellos, y con una sonrisa apenada, cierro la llamada.
Recojo rápidamente mis cosas y me dirijo hacia la puerta, donde mi familia me espera en el coche. Nos ponemos en marcha hacia el aeropuerto. El viaje transcurre en un silencio reflexivo, roto ocasionalmente por los consejos y palabras de aliento de mi familia.
Justo cuando estamos llegando al aeropuerto, mi teléfono suena. Al mirar la pantalla, veo el nombre de papá. Un torrente de emociones me inunda al responder.
—Hola, papá —digo, intentando ocultar mi decepción por su ausencia.
—Caín, hijo, lamento mucho no poder estar ahí contigo. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti y de este gran paso que estás dando —su voz es firme, pero detecto un matiz de tristeza.
—Gracias, papá. Realmente desearía que estuvieras aquí —respondo, sintiendo cómo se forma un nudo en mi garganta.
—Yo también, hijo. Pero estaré esperando noticias tuyas. Cuídate mucho y aprovecha cada momento de esta experiencia —añade antes de despedirse.
Cuelgo el teléfono, sintiéndome un poco más reconfortado por sus palabras, aunque aún melancólico por su ausencia.
Mientras conversábamos, llegamos al aeropuerto y encontramos estacionamiento, marcando el inicio de nuestra despedida.
Al entrar, el aeropuerto bulle con la actividad frenética de viajeros que van y vienen, arrastrando sus maletas y cargando con sus sueños. El zumbido constante de las conversaciones, el tintineo de las pantallas electrónicas y el anunciador automático que llama a los pasajeros a sus respectivas puertas de embarque crean una sinfonía caótica pero familiar.
Caminando por los pasillos, siento el peso de la despedida en cada paso, como si el suelo mismo estuviera impregnado con la tristeza de los adioses. Las miradas de los demás viajeros se entrelazan brevemente con la mía, compartiendo un entendimiento silencioso de la melancolía que se cierne en el aire.
Tras facturar mi equipaje, me despido de mi familia. Los abrazos y las palabras de aliento son intensos y llenos de emoción. Mi madre, con lágrimas en los ojos, me abraza fuerte.
—Te vamos a extrañar, pero sabemos que harás cosas increíbles —dice mamá, ya con lágrimas en los ojos.
—Os echaré de menos a todos. Gracias por todo —respondo, luchando por mantener la compostura.
Con un último abrazo, me dirijo hacia la zona de embarque. Miro hacia atrás y veo a mi familia despidiéndose con la mano. Al subir al avión y acomodarme en mi asiento, reviso mi teléfono nuevamente, hay mensajes de amigos y familiares, pero ninguno de Kyra. Miro por la ventana mientras el avión comienza a moverse, sintiendo una mezcla de emociones y soledad, y me preparo para el viaje que me espera.
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Éramos Erasmus Erramos
Roman d'amourEl éxtasis de la distancia nos llena de corrientes, creando torrentes de vacío, alejándonos cada día más, el uno del otro. - ¿Inevitable? ¡Quizás! Lo indudable es el error que cometí, cometiste, cometimos. Buscando resguardo donde no lo había. Desam...