Hay que aguantarse

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Lo primero que vi al despertar fue el techo.

Era blanco, pero estaba sucio. Tal como si desde hace tiempo hubiesen despedido a la chacha. También tenía marcas de viejo. Lo mismo parecían letras, que números, que dibujos de conejitos.

Después de horas sin moverme mucho, pude cambiar el foco de mi vista. Y, hasta ese día, en mi vida había podido ver una mariposa azul como esa. Qué sé yo cuál de todos los tipos de mariposas era, pero para mí estaba dentro de las más bonitas.

Azul.

Y negra.

También estuve muchas otras horas viéndola.

Conocía su rutina cíclica y repetitiva:
Pululaba cerquita de todos los ramos de flores blancas que había cerca. Recogía el néctar de las que parecían más marchitas, como si fuera un ser cruel que se aprovechara de las flores en sus últimos momentos llenos de oscuridad. Y luego, feliz y satisfecha, regresaba a una única dalia. Pareciese que era un insecto malo y egoísta. O, realmente, que todos éramos mariposas: Desagradables seres que maltrataban al resto y robaban, para embellecernos ante otra persona. Todos tan despreciables, supuse.

O sólo era una mariposa.

Y no hay segundas intenciones.

Lo último que miré fue a la gente irse, tan llorosa y mundana. Como si no fueran insectos. O como si yo tampoco hubiese sido una falena hipócrita y narcisista.

No me gustaban los esmoquin de los caballeros. Ni los vestidos de vuelo de las señoras. Y, ¿qué hace una niña aquí?

Ya estaba harta de mirar nada más.

Quería que toda esta gente se fuera.

Que dejasen de mirarme ellos a mí también.

Pero estaba muerta.

Girasoles BlancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora