Desde la caída de Jerusalén, la iglesia organizó muchas expediciones, en total nueve cruzadas, pero ahora nos enfocaremos en la última de ellas, la novena cruzada.
—¡Avancen, por Dios! —gritó un caballero, su voz resonando con autoridad mientras cabalgaba a toda velocidad hacia el pueblo. Detrás de él, cientos de guerreros cabalgaban en formación, el estruendo de sus cascos y armaduras llenando el aire. El sol brillaba intensamente sobre sus escudos y lanzas, reflejando destellos cegadores. Había una tensión palpable en el ambiente, y cada soldado sabía que se acercaba el momento decisivo
A medida que avanzaban, miles de caballos caían por las flechas de los musulmanes que se apostaban en las murallas de la entrada del pueblo. El suelo temblaba con el impacto de los cuerpos y el estruendo del combate.
Mientras los musulmanes seguían defendiéndose ferozmente en la entrada principal, otro equipo de caballeros logró entrar por un flanco, sorprendiendo a los defensores. El ataque inesperado dejó a los musulmanes aturdidos, permitiendo a los caballeros avanzar con determinación, tomando posiciones estratégicas y abriendo paso para que sus compañeros se unieran al asalto.
Al entrar, los caballeros descendieron de sus corceles, listos para comenzar la batalla. Algunos llevaban las banderas de los cruzados, sus emblemas ondeando con orgullo en el viento. Entre ellos, uno destacaba por su porte y determinación.