Capítulo II: La chaqueta

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Debido a la ventana nos detuvimos en un hotel casi al borde del pueblo, ahí, rozándolo cual amante que su amor es prohibido. Ese tipo de roce que te hace desear más y más. Nos quedaríamos ahí hasta mañana, llegaría mi tío e iríamos al pueblo. A Bosketbatt.

Cada herida fue curada por mi padre, un experto en cuanto a cortes. Cada herida curada, cada lycoris marchitada. Les conté cada una de sus palabras y cada una de nuestras acciones. Cada segundo que parecía hora y cada minuto que parecía siglo. Aún mi mente era capaz de recordar cada segundo como si estuviera pasando en ese instante. Podía recordar su voz aguda pero que en el fondo sonaba un poco ronca, su mano de dedos largos y finos tan pálidos como los de un cadáver. El cuchillo, de un acero reluciente y letal que podría ser introducido en la carne del mismísimo diablo.

—Ya llegamos a un hotel—

Susurró Kieran. Esa voz era suave y tranquila, relajante y despierta. Esa típica voz que usaba para calmarme. Sus brazos no me soltaron en el trayecto, asegurándose de que todo mi cuerpo nunca dejase de estar en contacto con el suyo.

—Vamos a quedarnos aquí—

Manifestó papá, y nadie rechistó. La lluvia cesó en la siguiente media hora, por eso cuando llegamos solo quedaba la humedad. Charlie me bajó del auto en sus brazos, al estilo princesa. La manta aún cubría mi cuerpo, pero el calor se había disipado y ahora solo quedaba una gélida brisa atrapada en el interior.

—Yo y mi amorcito en la 229, Kieran 230, Raymond 231, Charlie y Emily 232, Noah te toca la 233—

Dijo papá mientras abrazaba a mamá. Siempre era así de empalagoso. Le dio la llave a cada uno y nos retiramos a nuestras alcobas. Había nada más una cama en nuestra habitación, por lo que nos acostamos juntos como cuando eramos pequeños.

—¿Te acuerdas la noche del 22 de octubre ? Me abrazaste con fuerza mientras llorabas en mi pecho—

Tras eso se durmió. Mis únicos compañeros eran la noche y sus habitantes. Los grillos y los búhos que solo sabían llorar y cantar. Los lobos que le aullaban a la Luna inexistente. Llena, repleta y exquisita, así era la Luna con la que soñaban esos salvajes mamíferos. Sabiendo que mañana se encontraría un poco llena, hasta que volviese a ser una Luna llena e imponente. Cada día que pasaba se llenaba y vaciaba, hasta ser la única en el cielo o dejar el papel protagonista a las estrellas. Tenues y fugaces, que cuando el sol se alzaba y brillaba las apagaba. Que se perdían como secundarias ante la Luna, su madre, y el Sol, su padre. Nacidas de los amaneceres y los atardeceres, y cuando su madre opacaba a su padre en el ojo del águila, a veces, por cada milenio, nacía una constelación del vientre de ella, y no porque ellas se juntaran para tratar de brillar en conjunto.

Un suave maullido resonó en la habitación. Giré el rostro hacia la ventana y vi a Manzanilla. Su pelaje estaba limpio y puro. Liso y grande. Con unos ojos verdes rasgados a través de los que me veía con prepotencia. Mi bella gata persa se imponía en el marco de la ventana con su elegancia. Con todas las fuerzas de mi ser me libré del cuerpo pesado de Charlie y me dirigí a la ventana. Acaricié el esponjoso pelaje de Manzanilla, era suave y agradable al tacto. Ella se movía a gusto mientras ronroneaba. Sentí paz. Resultaba inexplicable como esa gata era capaz de calmarme en menos de segundos, como el contacto con ella relajaba mi mente constantemente loca. Los ojos verdes gatunos de ella hicieron contacto con mis ojos azules. Manzanilla saltó por la ventana, ya se escapaba otra vez.

Le encantaba hacerme esto. Siempre buscaba la forma de sacarme de mi zona de confort y acostumbrarme a cosas diferentes. Salí sin hacer ruido, como siempre. Pasé por las plataformas y bajé las escaleras. Busqué por todos lados, no había ni una pista de ella. Su habilidad para desaparecer era casi de fuera de este mundo.

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