06. Adios

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Lo hábitos viejos morían gritando y Georgiana se escapó de la posada esa noche, por la ventana de su habitación luego de cerrarle la puerta a su flamante esposo en la cara, trepó el tejado y saltó por el establo. Una vez en el suelo corrió por una calle incierta y oscura con barro hasta las pantorrillas y un viento helado que presagiaba una nevada.

Corrió y corrió porque fue emocionante y liberador saltarse las reglas de nuevo y seguir las emociones de su corazón de nuevo, fue perfecto porque su corazón palpitaba tan fuerte que callaba las voces de ansiedad en su cabeza y todos los pensamientos que tenía. Fue liberador porque por primera vez desde hacía días que tomaba una decisión por sí misma.

Corrió hasta que sus piernas ardían y cayó de rodillas en medio de una colina con el césped desigual y con rocío frío, sus pulmones palpitaron y todos sus otros órganos por dentro pero allí en medio de la nada a media noche se dio cuenta, casi con calma, de que no tenía a donde ir. De que no importaba que siguiera corriendo y alejándose hasta que perdiera todas sus fuerzas no había un solo lugar en Inglaterra o el mundo entero en que la pena que sentía de ser ella misma se detuviera. Odiaba a su padre. Odiaba al barón.

Pero sobre todo se odiaba a sí misma.

Porque su madre la había maldecido cuando nació y parecía que por más que huyera, seguía llevando la desgracia y miseria allá donde fuera y con quién estuviera.

Además de correr, también lloró a mares. Con desesperación y una oscura necesidad de perecer allí mismo, en la oscuridad y la indigencia. De que aunque siempre había sido dramática y había fantaseado con morir hecha un escándalo que generara un impacto duradero o huir tan lejos que ella por si misma sería exótica, en ese momento quería dejar de existir en silencio y en soledad.

Le había dicho su mayor secreto al barón.

¿Cómo pudo haberlo hecho? ¿Cómo se atrevió?

¿Por qué siquiera?

Se había aferrado tanto a esa mentira, soportando el desprecio de su padre y haciendo tanto cuanto pudiera para llamar la atención y castigarlo. Para que su padre se arrepintiera por siempre haberla maldecido y renegado de ella cuando en realidad era su hija, su verdadera hija. Que llevaba sangre noble en ella. Durante tantos años había guardado silencio que incluso en los momentos que más desprecio sentía por el hombre nunca se lo había dicho, pero decírselo a Darvish, prácticamente un desconocido, se había sentido tan natural y cierto.

Georgiana se hundió un poco más en el suelo empapado, bajo el peso de mil arrepentimientos.

No debió.

Nunca.

Nunca.

Quizás había sido por el beso.

Había besado a su esposo, la frase por si solo no era alarmante, ni siquiera un escándalo, pero para Georgiana fue trascendental. Cuando se casó con él ni siquiera había pensado en lo que pasaría después, se dio cuenta de su propia estupidez y que tan estrecha era su mente que no había considerado que se casaría con un hombre, un hombre elegantemente construido y con fuertes pasiones. Tuvo la desgracia de considerarlo demasiado frívolo y serio para estas cosas, incluso había escuchado que algunos nobles ni siquiera besaban a sus esposas.

Pero incluso las estatuas expresaban emociones cuando estaba tan bien construidas.

Sacudió su cabeza, eso era terriblemente injusto para con él, no era una estatua o frívolo o el hombre que merecía su eterno desprecio. Ahora comenzaba a darse cuenta.

Paso tanto tiempo allí, en medio de la nada que aguanieve comenzó a caer y el frío mordió sus huesos, no tenía siquiera un abrigo en condiciones. Se asustó, porque apesar de sentirse desesperada no quería morir. Era demasiado cobarde y egoísta para permitirlo.

El esposo de Lady Georgiana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora