04. Camino

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Nadie le prestó atención cuando entró a la taberna, quizás porque aunque ahora fuera poseedor de un título había pasado toda su infancia trabajando en los muelles. No importaba cuántas lecciones de modales y a cuantas fiestas elegantes había asistido, cuando fue más allá de la calle Weminster, todo quedó olvidado para hacerlo cualquier otro hombre que caminaba por los barrios bajos, haciendolo sospechoso de cada detalle o persona que se acercaba vacilante para evitar especialmente a los tipos que le clavaban una cuchillo por la espalda a cualquier samaritano para robar unas monedas.

Levantó su barbilla y bajó sus ojos para barrer el lugar destartalado y con luz tenue, cada mesa estaba ocupada por marineros que apenas llegaban u otros que apenas embarcaban, bebiendo y blasfemando, pero también en algunas mesas se reunían otros hombres. Hombres de Inglaterra que no llegaban o se embarcaban, sino que bebían y jugaban.

Dentro de los escalafones de juego en Londres, el juego en las tabernas era lo más bajo que existía, solo por encima de jugar encima de una cubierta. No habían reglas u honor en esos lugares, se perdía más de lo que se ganaba, pero era la última puerta factible para aquellos a los que habían vetado de los salones de juego más notables u otros establecimientos.

John encontró a quien buscaba pronto, en una mesa con otros tres hombres que por momentos estallaban en un ruidos. No se acercó directamente sino que ocupó un taburete frente a las tablas de cedro que hacían de barra, en diagonal a dicha mesa y se dedicó a observarlo por los siguientes quince minutos.

Una muchacha, con ropas arrugadas y manchadas por cerveza se acercó primero fijándose en sus botas limpias y lustradas y después dedicándole una sonrisa brillante. Muchacha inteligente.

Era un criterio adecuado medir la capacidad económica de un hombre por el estado de sus zapatos.

— ¿Que puedo hacer por ti, grandote?

John no respondió inmediatamente, observando con atención como el hombre intercambiaba sutilmente las cartas de su mano por otro juego en su bolsillo.

El maldito infeliz.

— ¿Cerveza? ¿O quiere algo más fino? — ella puso una mano con la palma fría en su antebrazo, cuando John finamente la miró ella sonrió más ampliamente — ¿O quizás de otra variedad?

Negó y se soltó de su agarre dejando caer el brazo a su costado, de su bolsillo sacó una moneda y se la ofreció.

— Quiero información — señaló con su barbilla — De ese hombre.

— Ya veo, grandote — la muchacha abandonó toda pretensión y se apoyó a su lado en la barra guardandose la moneda en la falda. Le echó una mirada con una ceja arqueada — ¿Cuánto le debe el pobre diablo? ¿Lo suficiente para tener esa mirada de asesinato en usted?

John frunció el ceño volviendo su expresión más feroz, porque tenía sus propias poderosas razones para odiar a William Cromartie sin que le debiera un centavo.

— ¿A quién le debe? ¿Y cuánto?

— ¿Cuánto? Mucho, no podría saberlo yo. ¿A quién? A todo el mundo, varios señores que trae consigo, a maestres, capitanes y a tipos sin un puesto pero con gran fama. A cualquiera que se ponga enfrente y crea que por sus ropas finas y rostro bonito tiene cómo pagar — hizo una pausa — Es un diablo muy guapo, incluso para los hombres. Yo y otras chicas nos hemos preguntado porque no se casa con una heredera finolis que mantenga su vicio.

Profundamente disgustado, John apretó los dientes. Quizás esa era la razón para que fuera no localizable para Georgiana, el marqués estaba tan iracundo como para quitarle su dote y el hombre, que no podría ser tan tonto, lo sabía.

El esposo de Lady Georgiana Donde viven las historias. Descúbrelo ahora