#4 El Verdulero

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Pedro está detrás de la caja registradora, apenas prestando atención al local pues hace un día lluvioso y frío con clientela esporádica.

Por no decir clientela inexistente.

Tan ensimismado en su telenovela se encuentra que cuando aparece ese guapetón, el teléfono casi se le resbala de las manos al verlo sonreír.

—Buenas tardes —saluda el caballero, allí de pie juntando un par de bolsas para elegir verdura, y Pedro se desliza de su asiento al instante, dejando el celular en su bolsillo y con el lapicero detrás de la oreja y una libretita, se le acerca.

—Quiubo~ —le responde con una sonrisa insinuante que el hombre parece captar pero ignorar— ¿qué se le ofrece?

—Vengo por unos jitomates, —explica el cliente, bajando la vista a la bolsa en la que acaba de meterlos— ¿le queda aguacate?

—¡Cómo no! —exclama Pedro, muy sonriente, y camina hasta ellos para tomar uno en su mano mientras el caballero alto y de cabello oscuro le pasa la bolsa para que pese lo ya seleccionado— ¡y bien chulos que están! Vea usté. Duro como pa que se lo coma oritita mismo.

Con descaro y poca vergüenza Pedro pasea sus ojos por aquél traje que luce caro pero hecho a medida, y cuando el cliente esboza una sonrisa y se vuelve a inclinar ahora a su izquierda para elegir algunos aguacates, no demora él en inclinarse un poco hacia atrás para comprobar que la vista es igual de apremiante en la retaguardia.

—Comparta... —balbucea para sí.

—¿Eh?

El caballero se voltea rápidamente y Pedro parpadea, volviendo a recibir esa bolsa con una sonrisa coqueta.

—¡Comparta! —exclama, un tanto avergonzado ahora sí— digo, jitomates, aguacate, chilito... no me diga que no es pa guacamole. ¿Unos taquitos? Se antojan... —Pedro sonríe, refregándose las manos una contra otra para generar calor. La risotada de aquél hombre hace que sus mejillas se tornen rosa.

—Pues es usted muy perspicaz, —asiente el más alto, dándole la última bolsa— ¿sí se antoja, ¿verdad?

—Sí, —canturrea Pedro, juguetón— desde que lo vi entrar...

El hombre se gira finalmente, se detiene y lo mira de repente con interés, como si apenas estuviera registrando el doble sentido de sus comentarios, y Pedro se voltea a la balanza para presionar aquél botoncito que emite la factura con un sonido agudo.

—¿Ah, sí? —baja la vista Jorge, asintiendo ante algún pensamiento interno— pero... ¿seguimos hablando de los tacos?

Pedro siente cómo el corazón se le acelera en el pecho, y toma aire para ver al cliente de soslayo, de pie junto a él, apoyado con una mano sobre la mesada que tiene las fresas, inclinado en una pose demasiado casual. Pocas veces recibe respuesta ante el albur, mucho menos de personas como él, y no sabe si está a punto de hacer el ridículo o si el guapetón le está tomando el pelo con esos ojos oscuros que le recorren el cuerpo.

Se raja.

—Son ochenta y dos pesos —suelta rápidamente, pasándole la factura y regresando a la caja registradora para atenderlo desde allí.

Jorge se aproxima al mostrador ya con su cartera en la mano y una sonrisa cómoda, como conmovido ante ese súbito cambio de humor, notándolo chiveado. Saca de allí un billete de cien y lo sostiene entre su dedo índice y medio, pero cuando Pedro lo va a tomar lo aleja:

—¿Y por su nombre cuánto me cobra?

Pedro se muerde la lengua para evitar soltar una risa idiota, y se pasa las manos por el mandil que ya está un tanto sucio al final de la jornada, más un gesto de ansiedad que otra cosa. Se siente muy chiquillo al bajar la mirada, halagado.

—No, pos... de a gratis... —le responde, ya sin poder aguantarse esa sonrisa tonta, levanta la vista y ve que el cliente tiene una sonrisa igual de dispuesta. Se lleva una mano al cuello y ya con las mejillas oficialmente al rojo vivo, masculla:— Pedro, pa servirle.

—Bueno, —asiente Jorge, ahora sí dándole el billete— quédese con el cambio, Pedro.

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