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Parecía que aquella noche el viento se había detenido, o esa era la impresión que tenía el hombre que también había comenzado a percibir que el suelo estaba hecho de arenas movedizas; unas que no harían el favor de tragárselo aunque así se lo rogara.
―Perdóname... ―imploró de rodillas frente al rubio de gafas extravagantes que le apuntaba en la frente con una pistola. El hombre era muy orgulloso y detestaba el predicamento en que se encontraba, aunque no era como que tenía otras opciones, más que suplicar―. Perdóname la vida, Joker... Dame un poco más de tiempo. ¡Voy a pagarte, lo juro! ―exclamó invadido por el terror de una muerte inminente.
Sentía el corazón bombeándole en los oídos. Tenía la garganta seca. Su cuerpo temblaba. Nunca en su vida había advertido lo ajustada que al parecer siempre llevaba la corbata.
Se hallaba en un callejón sin salida, donde no tuvo más remedio que detenerse tras intentar huir, mientras sus hombres hacían una apertura de escape que resultó en un total y rotundo fracaso.
El tal Joker, quién sabía con qué artimañas, en un abrir y cerrar de ojos hizo añicos a todos sus guardaespaldas. Lo único que logró atisbar fue una infinidad de partes humanas cayendo al suelo. Ese monstruo los había despedazado. Él era el último que quedaba con vida.
No quería morir solo en las tinieblas de la noche, cerca de un enorme basurero metálico de color negro que era lo único que había, aparte de algunos cartones que quizá los indigentes dejaron en el suelo de concreto.
Respiraba grueso y agitado debido al cansancio ocasionado por haber corrido tantos bloques, cuando el otro lo seguía con parsimonia.
Mientras intentaba ―desesperadamente― encontrar algo de qué valerse para negociar, pensó en todas las extravagancias, apuestas, viajes, mujeres, fiestas, alcohol, y en todo aquello en lo que despilfarró su fortuna.
Se recriminó el haber creído estúpidamente, que podía evitar pagarle a Joker todo el dinero que éste invirtió en su fábrica de armas de alto calibre, cuya producción a totalidad y también los documentos que lo acreditaban como el propietario del establecimiento, ahora estaban en manos de Gild Tesoro, ya que no se midió apostando en su resort «Grantesoro» hacía unas dos semanas.
―¿Y con qué debo suponer que vas a pagarme, Fleury? ―preguntó el rubio antes de sonreír expectante. Hizo un gesto maquiavélico cuando miró al susodicho, sopesando lo que fuese que planeara presentarle a modo de negociación―. Lo has perdido todo. No te queda nada. Y tampoco es como que me debas algunas cuántas monedas. Hablamos de muchos cientos de millones de Berries, sin mencionar que me has hecho quedar muy mal con mis clientes.
―Te daré... ―se presionó los labios entre los dientes por un instante. Suspiró. Bajó la mirada. Después vio a los ojos (o mejor era decir; a los cristales polarizados) del hombre que continuaba apuntándole directo a la frente. Llegó a su mente algo que quizá sería de interés para el otro―. Te vi en mi Maid Café hace unos días, Joker.