33 - Con malicia hacia nadie

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Aquella noche figuraría entre las más brutales que Lucifer había experimentado jamás. Había deseado dormir desesperadamente, había anhelado su capullo protector de inconsciencia y ausencia de dolor. Había querido esconderse del agujero de su pecho, que seguía creciendo, con bordes inestables que se hundían y se llevaban consigo todos los recuerdos felices, todos los buenos momentos que había conseguido reunir.

Había querido volver a ver a Chloe. Y los sueños le habían parecido la forma más fácil de encontrarla. Ella no podía huir de él, no en su propia cabeza. Porque era allí donde tenía cuidadas grabaciones de cada una de sus sonrisas, desde el humor a regañadientes hasta aquella mueca de deleite cuando ocurría algo inesperado y agradable.

Y era allí donde había mantenido meticulosamente el sonido de su risa. Las risitas. Las risitas. Las que le arrancaban lágrimas y las que se convertían en hipo. Las que ella había intentado ahuyentar ante una de sus bromas y en las que se había hundido, ligera y libre en su sencillez.

Y era allí donde él había memorizado cada una de sus caricias. El peso de su mano sobre su cabeza. La sensación de sus brazos a su alrededor. Su agarre en la muñeca cuando le arrastraba desde la escena del crimen y los momentos más suaves en los que le cubría la mano con la suya.

Había tenido miles de buenos recuerdos con ella. Y unos pocos malos. Pero las leyes de la estadística dictaban que esos raros malos momentos eran superados con creces por sus días más felices.

Así que se fue a dormir, desesperado por recordar otra cosa que no fuera el amanecer bañado en sangre en el desierto. Y la presencia de Linda, sus dedos apoyados en su cabeza, fingió que era otra mano.

Los recuerdos que le dolían cuando estaba despierto, seguramente perderían sus engañosas espinas dentro de los sueños, donde la lógica era algo falaz y podía volver a experimentar su suave voz.

Pero Cloe no le visitaba en sueños. En su lugar, le acosaban cosas mucho más oscuras. Engendros de pesadilla que nunca había visto en toda su larga vida le perseguían por paisajes negros y grises. Palabras furiosas, sus palabras furiosas, resonaban en su mente, bramando como el viento. Y acechando en los rincones de la vista estaba Miguel con su espada, Maze con sus cuchillos. Corrió hasta que el suelo cedió y cayó en el fuego.

Siempre fuego.

Siempre cayendo.

Se despertaba de golpe, con el corazón martilleándole en el pecho y empapado en sudor. Linda cerraba suavemente el libro a su lado y le dedicaba toda su atención. Le susurraba suavemente al oído, aunque él no oía mucho por encima de su jadeo pesado e incontrolado. Le secó las lágrimas que él había dejado de intentar controlar hacía tiempo. Cumplió su promesa y se quedó, soportando pesadilla tras pesadilla con él, incluso cuando su cuerpo se debilitaba cada vez más.

Estaba agradecido, tanto como podía estarlo mientras le acosaban por todos los frentes. Los demonios se escondían en sus sueños. La agonía le esperaba al despertar. Y en ambos estados, buscaba desesperadamente a Cloe. Porque era a ella a quien acudía cuando el mundo se tambaleaba sobre su eje, amenazando con desalojarlo. Su compañía ahuyentaba el fuego negro que tantas veces lamía su alma, hacía retroceder las sábanas heladas que engullían sus pulmones.

Había más expresiones, más metáforas, que podría utilizar para ilustrar lo que ella era para él. Sin embargo, ninguna de ellas hacía justicia a la verdad, que era mucho más simple que los descriptores poéticos.

Ella era un hogar. Un lugar familiar en el que anhelaba estar. Era lo que había al final de los viajes agotadores y lo que le protegía de las tormentas. Dentro de su familiaridad, él conocía la paz, y sus muros protectores le permitían descansar. Ella era la luz que le mantenía encendido, la Estrella de la Mañana.

Lucifer - Cristales ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora