Chiaza estaba inmerso en su laboratorio, rodeado por un orden preciso de instrumentos de medición, compases y manuscritos llenos de anotaciones. Se ajustó las gafas con un gesto automático, y el sonido rítmico del lápiz sobre el papel resonaba en el aire vibrante de cálculos complejos. A la luz de las lámparas de aceite, sus ojos recorrían las ecuaciones meticulosamente dispuestas sobre su escritorio. Tomó una hoja, la levantó a la altura de sus ojos, y la luz de la lámpara de aceite proyectó sombras danzantes sobre los manuscritos. Su aliento formaba nubes en el aire fresco mientras murmuraba teoremas y corolarios.
Las paredes estaban adornadas con gráficos tallados en grafito. Chiaza se acercó a uno de los gráficos, pasando los dedos por las líneas, sintiendo la textura del grafito en sus yemas. En el centro del cuarto, una pesada losa junto a una antigua chimenea lanzaba chispas y ceniza, y él se detuvo un momento para avivar el fuego con un atizador.
A pesar de la confianza en cada trazo de su pluma, un temblor en sus dedos delataba su pánico por el destino de su pueblo. Su mejor amigo, Yesca, lo observaba desde la entrada. El rostro del hombre reflejaba preocupación y, quizás, un toque de incredulidad. Yesca cruzó los brazos y luego los descruzó, mientras Chiaza ajustaba un termopar para medir la temperatura de la losa, con la mente absorta en su experimento.
No era la primera vez que veía a Chiaza inmerso en sus experimentos, pero esta vez parecía afligido. Los susurros y movimientos de Chiaza mostraban su desesperación.
¿Pero que más podía hacer Chiaza sino actuar desesperado? Después de todo, lo habían abandonado de nuevo.
—Chía, ¿qué estás haciendo ahora? —preguntó Yesca, su voz mezclándose con el crepitar del fuego. Su tono era curioso, no crítico.
Chiaza no respondió; en su lugar, ajustó el dial de un pirómetro y anotó la lectura en su cuaderno antes de levantar la vista.
—¿Qué nueva maravilla estás intentando crear esta vez? —insistió Yesca.
Maravilla.
Esa era la palabra que Yesca elegía para describir los esfuerzos de Chiaza. No locuras, como el resto de las personas, sino maravillas; no fracasos, sino pasos hacia el progreso. Sin embargo, tampoco utilizaba la palabra adecuada. Experimentos. ¿Acaso aquello nunca iba a cambiar? ¿Acaso no era posible que los demás vieran que él hacia experimentos y formaba teorías e hipótesis?
Chiaza sintió un nudo en el estómago. Sabía que Yesca no lo juzgaba, pero la palabra «maravilla» le recordaba cuán lejos estaba de ser comprendido. No levantó la vista, tenía ojeras rodeándole los ojos como pesadas bolsas negras. ¿Cuántos días llevaba sin dormir ya? Sus ojos siguieron pegados las diferentes anotaciones de su escritorio.
—Debo intentarlo, Yesca. Si no, no sobreviviremos al invierno —dijo Chiaza con voz firme, aunque sus manos temblaban al señalar la gráfica en la pared—. Según los registros del último ciclo, muchas personas murieron debido al frío extremo, por debajo de los -40°C. ¿Lo sabías? He estado experimentando... ¿y si pudiéramos encontrar una manera de almacenar calor para siempre?
—¿Almacenar el calor indefinidamente? —repitió Yesca, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y escepticismo mientras se acercaba—. ¿Qué estás tramando, Chía?
—No puedo hacer... lo que pretendía hacer si no tengo la ayuda de una mujer —dijo Chiaza, frotándose los ojos. Qué cansado estaba—. Ningún hombre puede manejar el Quillazca, y el Sugunquy tiene sus límites, ¿sabes? Hay cosas que están más allá de mis capacidades. Pero no tengo otra opción. He intentado esperar a Neme, buscar maneras de que me ayude. Pero no ha funcionado. Así que debo seguir adelante con lo que el Sugunquy me permite. Estoy en busca de un sistema eficiente para almacenar calor.
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Canto del Último Aliento
ФэнтезиEn el reino de Soguapabara, el invierno cíclico augura una era oscura que amenaza con extinguir la civilización cada quinientos años. Neme, una guerrera desterrada por desafiar las leyes en un intento por salvar a su hija, recibe un llamado del Cons...