Interludio Uno

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Tézcatli se esforzó por recordar.

La celda oscura y húmeda de la fortaleza de Quiminá apenas dejaba entrar luz por pequeñas grietas en las paredes de piedra, cubiertas de musgo. La noche lo envolvía, oprimiendo su mente y llenando el aire de desesperanza.

Fragmentos de recuerdos destellaban en su conciencia como espejismos. Una risa lejana, el calor de una hoguera, rostros que se desvanecían al intentar fijarlos. La humedad calaba hasta los huesos y el olor a moho saturaba el aire.

Un nombre resonaba en su mente como un eco. Sus amigos lo llamaban así, pero él apenas lo reconocía. Era un susurro distante de una identidad olvidada. ¿Cómo podía ser él, Tézcatli, aquel hombre al que evocaban? La incertidumbre lo aplastaba, sumergiéndolo en dudas y desesperación. Rostros familiares se desvanecían al intentar fijarlos.

Tézcatli estaba atrapado entre dos mundos: un pasado nebuloso que se resistía a ser recordado y un presente tortuoso bajo el yugo de Quiminá. Ella lo había moldeado, inscrito su voluntad en cada fibra de su ser. Sin embargo, en la soledad de la celda, un resquicio de su antigua identidad intentaba emerger. Luchaba contra las cadenas invisibles que lo mantenían cautivo, sintiendo la discordia entre lo que fue y en lo que se había convertido.

De repente, la puerta de la celda se abrió con un chirrido metálico, como si los cimientos de la fortaleza se quejaran de la presencia de su dueña. La figura imponente de Quiminá, a pesar de su baja estatura, se recortó contra la penumbra. Su silueta, delineada por la luz de una antorcha distante, revelaba una belleza inquietante. Su tez oscura brillaba con un lustre que parecía absorber la luz, y sus rasgos esculpidos emanaban autoridad y gracia. Sus ojos, profundos y enigmáticos, centelleaban con frialdad, llenando el espacio con un manto de hielo que extinguía cualquier chispa de resistencia.

Tézcatli levantó la mirada y se encontró con los ojos de Quiminá, sintiendo que ella tomaba el control. El mundo vibró a su alrededor; de pronto, todo parecía claro. ¿Por qué había estado preocupado? Todo era como debía ser.

—Es hora —dijo Quiminá con una voz suave, pero autoritaria. Su tono no admitía réplica.

Tézcatli se inclinó ante ella, con una sonrisa perversa en sus labios. La voz de su señora era un bálsamo oscuro que anegaba su mente. ¿Cómo un hombre podía vivir sin el amor de Quiminá?

—Sí, mi señora —respondió, su voz goteaba una oscura reverencia.

La prisionera Zuhé-Zyraquen yacía en un rincón de la celda, encadenada y maltratada. Sus ojos, llenos de miedo y sufrimiento, buscaron a Tézcatli, implorando piedad. Tézcatli se acercó a ella, con movimientos fríos y precisos, como un depredador acechando a su presa. Las cadenas de Zyraquen tintinearon suavemente, un sonido frágil que contrastaba con la atmósfera pesada de la celda. Sabía que su señora limitaba el contacto de Zyraquen con la energía natural gracias a un Ubidanzugá inhibidor, así que no temía que ella intentara dañarlo.

—¿Dónde están el cetro? —preguntó Tézcatli con una voz gélida.

Zyraquen no respondió, sus labios temblaban y sus ojos, llenos de terror, se fijaron en Tézcatli. Él tomó una de las herramientas, un fino cuchillo cuya hoja destellaba a la tenue luz. Sin dudarlo, hizo un corte limpio en el brazo de la prisionera, lo suficiente para hacerla gritar de dolor.

—Te lo preguntaré de nuevo —dijo con una calma escalofriante—. ¿Dónde está el cetro?

La Zyraquen gimió, lágrimas mezclándose con la suciedad en su rostro. Tézcatli hizo otro corte, esta vez más profundo. Su mano era firme, sus movimientos precisos, cada acción diseñada para maximizar el dolor sin causar la muerte.

—¡No lo sé! —gritó finalmente Zyraquen, su voz quebrándose—. ¡Por favor, no lo sé!

Pero Tézcatli no se detuvo. Sujetó el cuchillo con más fuerza, sus ojos brillando con perversa satisfacción. Su respiración se aceleraba con cada grito de la prisionera, su corazón latiendo al ritmo de una cruel melodía. Giró la herramienta en su mano, sintiendo el peso de su poder, deleitándose en la desesperación en los ojos de la Zyraquen.

Mientras la tortura continuaba, una oscura satisfacción se apoderó de Tézcatli. Las lágrimas de la Zyraquen, su sufrimiento, todo se convertía en un combustible para su retorcido placer. Sentía el calor de su propia respiración acelerada, el sudor frío recorriendo su frente, mientras cada grito de la prisionera alimentaba un fuego oscuro en su interior. Se daba cuenta de que, en esos momentos, la repugnancia inicial que había sentido se había transformado en algo mucho más siniestro.

Volvió la vista un momento hacia su señora, y Quiminá poseía una mirada de profunda satisfacción hacia Tézcatli y sus acciones, como una dueña orgullosa. No pudo evitar ensanchar su sonrisa. Todo aquello que le asegurara la aprobación de Quiminá, merecía la pena el esfuerzo.

Cuando finalmente terminó, dejó caer las herramientas y miró a la prisionera con desdén. Su pecho se inflaba con una extraña satisfacción, una sensación de poder y control que embriagaba sus sentidos. Quiminá asintió con aprobación, una sonrisa fría dibujándose en sus labios. Tézcatli se volvió hacia ella, complacido.

—Habla con la verdad —dijo Quiminá con voz serena—. No nos será útil. ¿Qué tal tu otra tarea? ¿Has progresado?

—Las hormigas están trabajando, construyendo su nido de información —respondió Tézcatli, su voz aun goteando reverencia oscura.

—Perfecto —dijo Quiminá, sus ojos brillando con una peligrosa satisfacción—. Continúa con ellos. Ahora, fuera de aquí. Quiero estar sola con Zuhé. Hace tiempo que no tengo una Zyraquen en mis manos.

Tézcatli inclinó la cabeza y se retiró de la celda, escuchando los nuevos gemidos de la prisionera mientras se alejaba. ¿Por qué había dudado alguna vez? Disfrutaba hacer estas cosas. 

Canto del Último AlientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora